El turismo internacional es un motor de prosperidad y un fermento de humanidad. La Organización Mundial del Turismo (OMT) lo ha recalcado en informes eufóricos en varios comunicados promocionales (OMT, 2017 y 2018). Junto con ella, los turoperadores y los anfitriones de profesión lo confirman una y otra vez. Y los turistas, por supuesto, aunque se asuman como tales o no, muchos de ellos pregonan su desprecio por... los turistas (primera paradoja). El turismo sin fronteras está adornado con todas las virtudes: económicas, sociales, políticas, culturales y medioambientales. «Pasaporte para el desarrollo», «vacaciones para todos», «forjador de democracias», «puente entre los pueblos», «guardián del patrimonio y de la naturaleza», «vector de igualdad entre géneros, razas y clases», el grandioso y prolífico comercio del cambio de aires ha alcanzado el estatus de panacea universal.
Las instituciones internacionales y la mayoría de los Estados nacionales coinciden en la misma dirección, aunque la celebración del potencial «transformador e inclusivo» del turismo se basa ahora en la conciencia de sus deficiencias (segunda paradoja); tal como se expone en el reciente informe de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (UNCTAD, por sus siglas en inglés): «El turismo al servicio del crecimiento en África» (2017), donde el acceso al maná turístico está condicionado a la superación de algunas de sus deficiencias estructurales más evidentes: «fugas significativas de ingresos financieros», «tensiones socioculturales», «daños medioambientales». Si consiguen eludirlas, «el sector turístico podría sacar a millones de personas de la pobreza y contribuir al mismo tiempo a la paz y la seguridad en la región», explica la UNCTAD, optimista. Empero, la organización, nuevamente lúcida, concluye reconociendo que «la contribución de la paz al turismo es mucho mayor que la del turismo a la paz».
Sin embargo, la fe en el papel modernizador, liberador y emancipador de la expansión turística –constante desde mediados del siglo pasado– supera las dudas, los bemoles y las críticas. Su importancia, evaluada por la OMT y alabada por sus devotos, es suficiente para imponerla. El sector, a la vez palanca y fruto de la aceleración de los flujos, parece de hecho inamovible: primer lugar del comercio internacional; uno de cada diez puestos de trabajo en todo el mundo; una décima parte del producto mundial bruto; un tercio de las exportaciones de servicios (45% para los países en desarrollo); alrededor de 1.400 millones de estancias en el extranjero en 2018 (en comparación con 675 millones en 2000); casi 1,3 billones de euros en ingresos en 2017 (frente a 550.000 millones de euros en 2000); y siempre, durante las últimas siete décadas, una tasa de crecimiento anual de 5%, cuando no llega a 7%, como en 2017 (OMT, 2018). El turismo toca el firmamento, o casi.
La dominación turística
La opinión de los científicos es más compartida (Singh, 2012), su tono más circunspecto, e incluso dubitativo. Desde el despegue de las primeras décadas –los «gloriosos treinta» (1945-1975) –, los marcos y contextos teóricos, ideológicos, económicos y normativos han evolucionado. A los enfoques modernizadores de las décadas de 1950 y 1960 («el desarrollo turístico genera crecimiento, empleo y comercio»), respondieron desde los años setenta varias perspectivas críticas («el turismo aumenta las dependencias, las disparidades y la aculturación»), propuestas alternativas («a pequeña escala, endógena, ecológica y participativa, el turismo puede ser beneficioso»), y, a principios de los años noventa, lecturas descritas como «post-estructuralistas» o «post-desarrollistas» («ni ángel ni demonio, el turismo es un conjunto complejo dentro del cual las capacidades de acción, instrumentalización, apropiación y resistencia de los visitados no deben ser subestimadas»).
Sin embargo, las primeras tendencias de modernización, dominantes en gran medida entre los promotores del sector, también han sabido adaptarse, integrarse y evolucionar para hacer del turismo internacional contemporáneo la punta de lanza de una globalización «con rostro humano», con el objetivo oficial de llevar a cabo la propagación de prácticas éticas, la reducción de la pobreza, el respeto de las culturas y el medio ambiente, mientras se basa en la liberalización del comercio y la superación de los «obstáculos» (fiscales, sociales y medioambientales) al pleno desarrollo del mercado de las vacaciones en el extranjero (tercera paradoja) (Hall, 2007; Duterme, 2012). Seguramente, de ahí el interés, como invita a hacerlo entre otros el investigador Clément Marie Dit Chirot (2018), por «rematerializar» el estudio de la realidad turística, favoreciendo las «herramientas teóricas susceptibles de arrojar luz sobre las formas de dominación social inherentes al fenómeno».
A finales del siglo pasado, las lecturas tercermundistas o estructuralistas de los años setenta y ochenta gradualmente habían sido sustituidas por los nuevos enfoques turísticos, constitutivos de un «giro cultural» que los turistólogos anglosajones llegarían a bautizar como «critical turn» (Ateljevic et ál., 2007). Si las primeras, centradas en los impactos en los países visitados, habían pecado por su reduccionismo económico y su sesgo productivista, las segundas, hijas del «retorno del sujeto» en las ciencias sociales, se interesarían por el propio turista, sus representaciones culturales y la complejidad de sus interacciones en diversas situaciones. «En términos generales, esta evolución ha desplazado el enfoque científico del turismo del estudio de las sociedades receptoras al de los turistas, de las dimensiones económicas del fenómeno a sus aspectos culturales, y de una perspectiva macrosocial a un enfoque más atento a los individuos y los juegos de los actores» (Marie Dit Chirot, 2018).
Sin embargo, en los últimos años, voces autorizadas –particularmente varias de las debatidas en Critical Debates in Tourism (Singh, 2012)– han denunciado los límites del «giro cultural» y señalaron, a su vez, los nuevos puntos ciegos del enfoque. Así, donde los estudios estructuralistas tendían a pasar por alto la capacidad de las poblaciones visitadas para actuar detrás de la fuerza esencializada de los mecanismos de intrusión externa, los trabajos postestructuralistas sobrevaloran los ardides antropológicos y las estrategias microsociológicas en detrimento de las restricciones de la desigualdad. El «giro cultural» ha llevado a existir al turismo «fuera de las formas de poder estructural que caracterizan al capitalismo y la globalización en el siglo XXI», critica Raoul Bianchi (2009). «El énfasis realizado en las dimensiones discursivas, simbólicas y culturales de las microprácticas» opera «a expensas de los aspectos materiales», hasta el punto de considerar las relaciones de dominación como «contingentes» o convertir al propio turista en la «presa ocasional» de las mismas.
Al igual que otros, Bianchi aboga, desde entonces, por un enfoque «crítico radical» del fenómeno turístico, «tanto sensible a las subjetividades plurales y a las diversidades culturales» que lo constituyen, «como basado en un análisis estructural de las fuerzas materiales del poder dentro del modelo de desarrollo liberalizado» que lo condiciona. La única manera, en su opinión, de sacar a la luz las realidades del turismo globalizado, sin ignorar los «esquemas desigualitarios, las condiciones de trabajo, el deterioro ecológico y las polarizaciones sociales» que produce (Bianchi, 2009). En palabras de Linda Boukhris y Amandine Chapuis (2016), esto representa un «hecho social total», en el que la expansión turística «forma parte de los procesos socioeconómicos, instituye una materialidad y establece relaciones de poder, dominación y resistencia. [...] Por ello, es necesario prestar atención, tanto a la incorporación de los dispositivos como a la subjetivación que inducen, tanto a las fuentes de dominación como a las formas de resistencia».
Este «hecho social total» –todas las dimensiones de la vida social (la económica, la política, la simbólica, etc.) se manifiestan en el mismo– reúne a los operadores turísticos, a los visitantes y los visitados, en presencia asimétrica. Los primeros compiten entre sí o se aglomeran; los segundos se imitan o se distinguen; los últimos se precipitan o se retiran. Todo esto en un entorno que degradan o regeneran cada uno de ellos. Abordar el turismo tanto como un mercado como una relación de dominación, es también darse los medios para desmitificarlo, para deconstruir las ilusiones que sus promotores y partidarios mantienen deliberadamente para venderlo mejor. Existen tres de estas ilusiones, más destacables que las demás; tres imágenes truncadas de la realidad; tres espejismos que distorsionan la visión: la ilusión de la democratización, la ilusión del exotismo y la ilusión de la prosperidad.
La ilusión de la democratización
«¡Todos somos turistas!»; el eslogan, repetido mil veces, data del siglo pasado. La democratización del acceso al turismo internacional parece haberse logrado a tal punto que ahora genera más comentarios sobre sus consecuencias que sobre su imposibilidad. Sus efectos de saturación –desde la «masificación» de los años setenta hasta el «sobreturismo» del siglo actual– son problemáticos y llaman la atención, allí donde su fracaso, su carácter altamente relativo, e incluso totalmente ilusorio, no es discutible. A partir de aquí, entendemos el malentendido. Antes reservada para un puñado de privilegiados –el famoso «Gran Tour» iniciático de los jóvenes aristócratas– la posibilidad de viajar por placer al extranjero, inicialmente con una periodicidad anual, ahora con una periodicidad plurianual, ya no es un asunto de unos happy few. Todos tenemos derecho a ello. Todos o casi todos nosotros ejercemos este derecho –universalizado por la Declaración de los Derechos Humanos– a la movilidad… recreativa.
La democratización del acceso al turismo es, ante todo, la historia de las socialdemocracias occidentales del siglo XX. La historia de las luchas y las políticas sociales, las vacaciones pagadas, el crecimiento económico y el nivel de vida, la explosión del tiempo libre, la sociedad de consumo y el entretenimiento. La historia del desarrollo tecnológico, la aceleración de las comunicaciones, la reducción de las distancias reales y virtuales. También la de la liberalización del mercado aéreo y los intercambios. La historia del «turismo social», asociativo y militante, «para el entretenimiento y la emancipación de las clases populares» (Unat.asso.fr), luego la del «bajo costo», agresivo y mercantil, «para todas las ocasiones y grandes ahorros» (Ryanair.com).
El resultado es un turismo transfronterizo masivo y globalizado, accesible a cerca de 40% de la población de Europa y Norteamérica y, desde el cambio de milenio, a los «ganadores» –desde las upper middle classes hacia arriba– de las potencias emergentes y emergidas, especialmente asiáticas. La OMT evalúa anualmente el milagro y calcula sus proyecciones para el futuro: de los 1.300 millones de estancias en el extranjero registradas en 2017, la gran mayoría siguen siendo realizadas por turistas europeos (48%) y norteamericanos (15%), aunque la proporción relativa de turistas de otros continentes, en particular de China (10%), continúa creciendo. Sin duda, estos nuevos consumidores sobre el terreno representarán una parte mayor aún de los 1.900 millones de «llegadas» internacionales que la OMT se complace en anunciar para 2030 (OMT, 2017 y 2018).
Sin embargo, la supuesta democratización del turismo, aunque poco discutida, es de hecho una ilusión. Como un producto de lujo que la mayor parte de la humanidad no puede permitirse, los viajes de recreo al extranjero siguen siendo, de facto, el coto de caza de menos de 500 millones de personas [1]. Menos de una de cada quince personas en todo el mundo, en posición política, cultural o económica para visitar las catorce restantes. En este sentido, los flujos turísticos «son un reflejo bastante fiel de la organización del planeta y sus disparidades», escribimos hace más de diez años (Alternatives Sud, 2006; Duterme y col., 2ª ed., 2017). Nada ha cambiado: las migraciones autorizadas y las inconvenientes se cruzan en las fronteras, abiertas para unos, enrejadas para otros, desde las regiones emisoras y receptoras.
Con la ayuda del cambio climático, a ello se ha agregado una conciencia, más fuerte y molesta que ayer, de que una verdadera democratización del acceso al turismo internacional en sus formas actuales o, en otras palabras, que una generalización efectiva del derecho a la movilidad recreativa para toda la humanidad superaría con creces las capacidades de absorción ecológica del planeta. Por lo tanto, basta de hipocresía, es mejor no desear lo que sabemos que es imposible, aunque solo sea por la «huella de carbono» acumulada de los hábitos consumistas –pasado, presente y futuro– que solo una minoría privilegiada puede permitirse sin demasiadas sensiblerías.
El problema está en otro nivel. Esta vez dentro de las hordas turísticas, porque la supuesta democratización del turismo también allí es una ilusión. Mientras que «las prácticas se han analizado en términos de difusión social (desde las clases altas hacia las clases medias y populares) y cultural (desde las sociedades occidentales hacia el resto del mundo)», explican Saskia Cousin y Bertrand Réau en Sociología del turismo (2009), el crecimiento de las salidas de vacaciones «va acompañado por una ampliación de las diferencias entre las clases sociales: la “masificación” no conduce a una nivelación de las desigualdades. [...] Las categorías superiores modifican su estilo de vida a medida que el mismo se generaliza». A este efecto, disponen de más tiempo libre, recursos culturales y medios económicos para hacerlo. Consustancial en términos de opciones turísticas, opera el imperativo de distinción.
Las estrategias de diferenciación social, conscientes o no, aprovechan todo su potencial. El reto estriba en desmarcarse, «distinguirse siempre, mostrar que sabemos, mejor que otros, disfrutar del espectáculo del mundo» (Venayre et ál., 2016), a pesar de la relativa trivialización de los viajes al extranjero. En general, en el mercado del cambio de aires, dos conocidos impulsores del comportamiento social –el «deseo mimético» y la «voluntad distintiva»– estructuran la demanda, a la que se refieren la masificación y la diversificación de la oferta. A la democratización responde la estratificación, el «buen turista» huye metódicamente del «malo» (el «turista gregario», el «idiota bronceado»...) que acaba imitándolo. «Dime a quién desprecias o a quién envidias, y te diré quién eres». Los ricos buscan las escapadas y la serenidad; los aspirantes a ricos frecuentan los períodos y los lugares populosos. El primero, valora sus activos sociales, espaciales y lingüísticos; el segundo, los buenos momentos, los clichés y los extras.
Así es, «desde la distinción inaugural entre viajeros y turistas, siempre ha sido una cuestión de identidad y dominación» (Venayre et ál., 2016). Las diferencias son alimentadas por el uso social diferenciado de las vacaciones: frecuencias y destinos, expectativas formuladas y significados atribuidos, cualidades y pluralidades de las fórmulas seleccionadas, segmentación y distribución de los tipos de estancia o circuito, funciones y legitimaciones del viaje... «Recorrer el mundo para preservar su lugar... o cómo la dominación local se regenera en el extranjero», escribe Bertrand Réau. Una y otra vez, se trata de mantener y hacer fructificar «como ya explicaba el sociólogo Norbert Elias [...], sus cualidades culturales, su ingenio, su prestigio, su capacidad para alimentar las conversaciones mundanas. Todas estas son habilidades que los viajes ayudan a desarrollar» (Réau, 2012).
Por consiguiente, la quimera de la democratización del turismo internacional no resiste por mucho tiempo la constatación de los hechos. Lo hemos visto, en un plano doble. A escala humana, las trashumancias del entretenimiento en el extranjero están, de facto, reservadas para una minoría y ahora sabemos que son ecológicamente imposibles de generalizar. Las prácticas diferenciadoras y los comportamientos de clase reproducen las diferencias sociales y culturales, dentro de los veraneantes sin fronteras, o acaso las incrementan.
La ilusión del exotismo
La ilusión del exotismo también es doble. Este gusto por la extrañeza del otro que explota el turismo, esta fascinación por la alteridad lejana, por la diferencia idealizada (Bensa, 2006), que se inscribiría en el centro de los motivos del viaje (o al menos en su promoción), se basa también en un malentendido o en un distanciamiento de la realidad. Por un lado, aunque muestren voluntariamente entre sus motivaciones «la evasión» o «el cambio de aires», en realidad de los individuos que parten «son pocos los que aspiran a la alteridad o a la autenticidad, nociones que están muy situadas socialmente y tienen una vocación distintiva» (Cousin et ál., 2016). Por otra parte, cuando estas nociones funcionan realmente como objetos de búsqueda turística, se refieren menos a una población o un lugar real que a un punto de vista sobre ellos, a una manera de concebirlos... producida por la propia «exotización» de los destinos a los que se consagra el mercado publicitario.
Esta es la doble ilusión del exotismo, un argumento comercial, vitrina de la industria turística: la mayoría de la gente no aspira a ello; y el resto prefiere en el extranjero lambda su representación idealizada. La «staged authenticity», como la nombró Dean MacCannel (1973) desde los inicios del turismo de masas. La «autenticidad escenificada», como resultado de un proceso de construcción turística de la alteridad: otro lugar, la diferencia, el otro... debe ser así para ganarse el respeto divertido del visitante. Se presentan, entonces, como figuras simplificadas, adornadas, folclorizadas, del nativo acogedor; necesariamente comprensivas en su autenticidad, auténticas en su simpatía; a menudo reducidas al rango de escenario humano, de objeto de espectáculo, de producto barato, de pretexto para «selfies en colores locales», o incluso, de socio para «encuentros reales en tierras desconocidas» [2].
«El turismo fabrica auténtica bisutería», resume Sylvie Brunel, autora del libro La Planète disneylandisée (El planeta disneylandizado). Lo auténtico acomodado. Lo auténtico adaptado a las expectativas de sus clientes, que son más bien aficionados al cambio de aires y están equipados para ello, o por el contrario –y son ampliamente mayoritarios– más bien reacios a lo inesperado y están mal equipados para familiarizarse con lo exótico. «Confrontamos aquí el doble juego del turismo, fácilmente paradójico ya que se divide entre la experimentación de lo inédito y el viaje en serie» (Christin, 2014). El turista es una persona exigente. Reclama lo que tiene derecho a ofrecerse a sí mismo, lo que ha venido a buscar, a consumir, a experimentar: lo esperado o lo inesperado, la comodidad y el descubrimiento, la seguridad y la emoción, el descanso o la aventura. El placer, físico y espiritual. De lo contrario, podría «malograr sus vacaciones» [3]. Perder el «las aproveché bien», faltar a su propio alineamiento con el mandato, a la vez hedonista, comercial e imperativo, de «hacer el bien a uno mismo».
«Perder sus vacaciones», no hay nada peor. Reconocer que la experiencia no ha sido proporcional a la inversión. Admitir que, por viles razones meteorológicas, humanas, materiales, políticas, alimentarias, sanitarias o comerciales, este merecido paréntesis recreativo –incluso si fuera el segundo o el tercero del año– no produjo el cliché estéticonarcisista que puede ser publicado en directo en las redes sociales, como un certificado glamuroso de moral y buena vida. Reconocer haber regresado a casa no «renovado», insuficientemente bronceado, atiborrado, desahogado o desconcertado, necesitado de éxtasis paradisiacos, encuentros fructíferos o humanidad compartida... no hay nada peor.
El antropólogo Jean-Didier Urbain (2011), que pretende dar al tema «turista», demasiado criticado en su opinión, su complejidad, distingue cuatro «deseos capitales» en el origen de las prácticas turísticas contemporáneas. En efecto, al cruzar los ejes «autocuidado–cuidado de los demás» y «sociedad– desierto», aparecen cuatro «polaridades psicológicas», generalizadas o más inusuales: la «tentación gregaria» (que cristaliza en las estaciones balnearias, el turismo urbano, los eventos festivos...), la «llamada del desierto» (trekking, aventuras y exploraciones en solitario... o casi), la preferencia «cenobita» (comunidades homogéneas y cerradas: hoteles, cruceros, clubes de vacaciones...) y la inclinación «altruista» (turismo «homestay», responsable, solidario...).
«La diagonal entre gregarismo y cenobitismo es, sin duda, el eje de gravedad de las movilidades de ocio hoy en día», señala el autor de esta tipología. Las vacaciones oscilan entre la necesidad de sociedad y la necesidad de compañía. [...] Vida mundana o ermitaña. Sobre este eje se declinan la mayoría de nuestras vacaciones y viajes» (Urban, 2011). Sin embargo, cualquiera que sea la tentación o inclinación a satisfacer, masiva o exclusiva, encuentra su lugar, desde sus primeras manifestaciones «pioneras», en los lustrosos catálogos de la oferta comercial. La industria del turismo desempeña ávidamente su papel de megafábrica para el descanso y el encantamiento, con ilusiones exóticas. Y cumple a la perfección su función de escaparate, consumición, y «turistificación» del mundo.
La metáfora hilada por Rodolphe Christin en su libro Critique de la déraison touristique (2014) es, como tal, irresistible. Confunde «lugar turístico» y «centro comercial», y analiza cómo se combinan las «funciones de deambulación y consumo» para los «hedonistas rentistas» que han «acumulado recursos suficientes» durante sus períodos de trabajo «para hacer lo que deseen» en esos paréntesis de libertad. «Como el turista, el transeúnte, solo o en grupo, profesional o afín, deambula en medio de múltiples tentaciones; observa, roza, y cruza furtivamente entre sus semejantes sin encontrarse con ellos, excepto durante un contacto comercial, o de una manera accidental». Al igual que el centro comercial, el mercadeo turístico ofrece espacios para la restauración, la recreación, el autocuidado, la mirada al prójimo, una versión superficial y reencantada del mundo real, donde «el paseante consumidor» puede ir y venir, «idealmente anónimo, libre de toda pertenencia y responsabilidad» [4], entregado al «pequeño disfrute de pasear mirando escaparates» (Christin, 2014).
«Todo el sector turístico, como señalaron Georges Cazes y Georges Courade, se basa en la construcción de “yacimientos” turísticos, la elaboración de imágenes para la venta en el juego de espejos que es este nomadismo específico. ¡Como actividad fantasmática, el turismo consume tanto lo imaginario como la “evasión” porque los turistas a menudo viven en una burbuja climatizada, desinfectada y segura donde mucho de lo que ven, oyen o respiran fue cuidadosamente elaborado de acuerdo a lo que son y esperan!» (Cazes y Courade, 2004). Al mito de la autenticidad, a la relación encantada con el mundo, al simulacro de la inmersión, la oferta, por cierto, paradisíaca añade la ilusión de la exclusividad y la negación del intercambio comercial. El turista está dispuesto a abrir su billetera de par en par para ir adonde nadie ha ido antes, pero prefiere hacerlo de antemano, solo una vez, para liberarse de ella y alimentar esa ficción de vivir plenamente sus encuentros y descubrimientos en lugar de enfrentarse a diario con el hecho de que los compra (Réau y Poupeau, 2007).
Sin embargo, la ilusión o, más bien, una de las grandes paradojas de la industria turística, reside en esta búsqueda insaciable de exclusividad que impulsa a una parte significativa de los trotamundos. Si un gran diario europeo, que hace unos años titulaba en serio: «Cada vez más turistas en busca de exclusividad», tenía razón, significa que la condición para el éxito de un destino es no tenerlo... Estamos, pues, ante un callejón sin salida: «El imperativo movilizador», resorte ideológico del liberalismo posmoderno, atrapado en su propia trampa. «El capitalismo ha convertido el ocio en un comercio y el poder encantador de la industria turística radica en su capacidad de hacer olvidar su carácter precisamente industrial, [...] sometido a las reglas del productivismo y del consumismo sin fronteras, haciendo poco caso de la idiosincrasia de los acogedores y los acogidos. La hipermovilidad turística está al servicio del consumo mundial» (Christin, 2014).
La ilusión de la prosperidad
La tercera y última ilusión a la que se refiere este editorial, quizás la más fundamental que ha de ser deconstruida por el centro de estudio de las relaciones Norte-Sur, que es el Centro Tricontinental, se refiere al turismo internacional considerado como un «pasaporte para el desarrollo» desde hace más de medio siglo. Hoy día, tanto sus promotores como sus detractores entienden que la expansión del turismo genera costos y beneficios significativos en todo el mundo. Costos y beneficios económicos, sociales, ambientales, culturales e incluso políticos. ¿Son ellos distribuidos equitativamente entre las sociedades emisoras y receptoras, entre los visitantes y visitados, los operadores turísticos transnacionales y los actores locales, las personas y el medio ambiente? ¿Los primeros (los daños ocasionados) son menores que los segundos (las riquezas creadas)? ¿Y los segundos justifican los primeros?
Tres veces «sí» por un lado. Tres veces «no» por el otro. La OMT sigue pensando que las inversiones, las infraestructuras, las divisas, los empleos, las prácticas y los valores que aporta el desarrollo del turismo son generadores de crecimiento, paz, democracia, sostenibilidad, prosperidad y bienestar, especialmente para los países del Sur (OMT, 2018). Por otro lado, muchas voces críticas, incluyendo a los autores publicados por el CETRI, advierten que el despliegue abiertamente desregulado del sector tiende a acrecentar las desigualdades y a abusar de las sociedades, los individuos, las culturas y el medio ambiente. Algunas situaciones, acontecimientos y cifras recientes son suficientes para corroborarlo.
La primera, y quizás más obvia preocupación, es la concentración de los beneficios económicos y financieros de la actividad turística. «El turismo es ante todo una industria dominada por las multinacionales y estructurada por vastas alianzas técnico-comerciales globales», afirma el economista Gilles Caire, del Centro de Investigación sobre Integración Económica y Financiera de la Universidad de Poitiers (2012). La integración vertical y horizontal de las cadenas internacionales de hoteles, ocio y viajes, con vistas a rentabilizar al máximo los costos fijos, ha acentuado esta tendencia, facilitada por el desarrollo de las técnicas de comercialización a distancia y los sistemas de reserva informatizados. Como resultado, una parte significativa de los ingresos generados se escapa de los países de destino y más aún de las poblaciones locales. Cuando «las vacaciones se pagan aquí y se disfrutan allá», el porcentaje de «fugas» (financial leakages) o «pre-fugas», inevitablemente, es aún mayor.
Ahora bien, observamos que cuanto más se aleja el turista de su hogar, más confía en el operador turístico, situado a la vuelta de la esquina o en la página de Internet, para preparar sus vacaciones. Tanto es así que «los paquetes ofrecidos por las agencias representan el 80% de los viajes a los países en desarrollo» (Caire, 2012). El fenómeno –concentración del sector y comercialización en línea– combinado con la repatriación de los beneficios por parte de los inversionistas transnacionales, la evasión fiscal (Luxemburgo y las Bahamas se encuentran entre los 10 primeros países beneficiarios del turismo per cápita), así como las importaciones de equipamiento y bienes de consumo de los cuales los turistas, en busca de un exotismo... moderado, lejos de casa sienten la necesidad, terminan participando en el atraco. «Por lo tanto, la mayoría de los países del Sur se benefician relativamente poco del turismo internacional, sin mencionar que una parte significativa de los ingresos restantes suele ser recaudada por la oligarquía económica y política local» (Caire, 2012).
Si bien las estimaciones son necesariamente aproximadas y los cálculos controvertidos, se dispone de cifras sobre la proporción de los ingresos del turismo que realmente termina o permanece en las economías visitadas. La UNCTAD informa 15% en el África subsahariana, 20% en el Caribe y 30% en Tailandia (Le Masne y Caire, 2007). Según otra fuente –Pro Poor Tourism Working Papers–, se estima que la proporción de los ingresos del turismo que escapan a las «fugas» variaría, para todos los países en desarrollo, entre 23 y 45%. Pese a la inevitable imprecisión, la tendencia, mayúscula, se impone. «La situación es injusta [...], los operadores extranjeros se apoderan de la mayor parte del valor del viaje. Podemos hablar de dominación turística» (Le Masne y Caire, 2007). Dicha dominación se acentúa a fortiori donde el modelo prevaleciente –y esto es por lo general el caso «en el Sur»– es el de «sea-sand-sun» o el «turismo de enclave», totalmente organizado desde el extranjero y aislado del resto del país.
Sin embargo, la cuestión del impacto económico del turismo internacional en los países tropicales va mucho más allá de exclusivamente la problemática de los valores añadidos, que retornan a las sedes de los grandes operadores transnacionales privados o los paraísos fiscales. El dinero restante –que es suficiente, debe recordarse, para constituir una parte significativa del PIB de los países en desarrollo [10% por término medio, la principal fuente de enrique-cimiento para un tercio de los países menos adelantados (PMA)]– también se distribuye de manera más o menos desigual, en función de las políticas existentes o inexistentes en este ámbito, el tamaño de los operadores locales, el grado de concentración espacial y social de la actividad turística, el nivel de los salarios, la vulnerabilidad de los «pequeños empleos» informales, entre otros aspectos.
En los países con altos índices de inequidad, el crecimiento económico resultante de la expansión del turismo internacional no conduce necesariamente al desarrollo, es decir, al mejoramiento de las condiciones sociales y materiales de vida de las poblaciones afectadas, y menos aún a la democratización de las sociedades. Por el contrario, unas veces crea un efecto de evicción en cadena –abandonando otras áreas de actividad cruciales, como la agricultura de subsistencia y el aprovisionamiento del mercado interno, a favor de una proliferación de microempresas y «servicios» para extranjeros al margen de los grandes establecimientos turísticos– y, otras veces, una cascada de subidas inflacionarias, lo que hace progresivamente imposible que las clases populares locales puedan acceder a la vivienda, la tierra, la electricidad, el agua y los alimentos en las zonas destinadas al turismo. La «turistificación» de los países del Sur, vendida como un motor de desarrollo y reducción de la pobreza, explica Anita Pleumarom (Alternatives Sud, 2018) favorece en realidad la «gentrificación» de los lugares puestos a disposición del mercado de la industria del cambio de aires y, más allá, contribuye a la apropiación privada, a la exclusión social y al aumento de la desigualdad.
La competencia que se libra entre los países de destino con el fin de atraer inversores y turistas a su territorio agrava la situación. Se trata de ganar en atractivo, en «turisticidad», de escalar en el Índice de Competitividad de Viajes y Turismo (TTCI, por sus siglas en inglés) que el Foro Económico de Davos publica a intervalos regulares. ¿Cómo lograrlo? Los criterios utilizados por las eminencias partidarias del libre comercio de la estación suiza dedicada a clasificar las economías más acogedoras son edificantes (WEF, 2017). En su mayor parte, se refieren a las responsabilidades públicas en términos de calidad de las infraestructuras (infraestructura de transporte aéreo, infraestructura de servicios turísticos…), facilidad de acceso (apertura internacional, disponibilidad de tecnologías de la información y la comunicación…), seguridad del marco (seguridad y protección, salud e higiene…) y, por supuesto, fortaleza competitiva (competitividad de precios, entorno empresarial, mercado laboral...).
En resumen, este «índice de competitividad turístico» confirma, a la vez que explica, la aún fuerte preponderancia de las «economías avanzadas» en la lista de los principales países de destino (cercanos o similares a los principales países emisores) y fomenta explícitamente la nivelación a la baja de cualquier forma de regulación social, fiscal y medioambiental en la que están trabajando las «economías menos avanzadas» para crear, en función de sus «ventajas comparativas», las condiciones necesarias para aumentar su cuota de mercado [5]. En los casos en que las regulaciones nacionales pudieran obrar a favor de una mejor distribución de los costos y beneficios, estas son rechazadas como obstáculos para el desarrollo exitoso del «comercio de servicios», como lo demuestra su tratamiento en el seno de la OMC. En otras palabras, la introducción del turismo en los países pobres es parte de la expansión de un modelo capitalista... de vacaciones: caracterizado por vacantes regulatorias y garantías de una mayor competitividad.
A su vez, la dependencia construida sobre un sector particularmente elástico, caprichoso y volátil, capaz de «deslocalizar» su oferta con la más mínima alarma en materia de seguridad, salud, clima o finanzas, aumenta la vulnerabilidad de las economías receptoras, sobre todo cuando son pequeñas o poco diversificadas, como en el caso de los «Pequeños Estados Insulares en Desarrollo (PEID)», que dependen del turismo en más del 50% de su PIB. La competencia entre suministradores privados de servicios en el Sur –del mismo país o continente– por un megaturoperador del Norte, que les prometa llenar sus instalaciones o ir a otro lugar según las reducciones de precios que estén dispuestos a conceder, procede de la misma relación de dependencia y dominación que debilita a los primeros y permite a los segundos apoderarse de la mayor parte de las ganancias [6].
En el turismo Norte-Sur, como en otros sectores de la economía capitalista, predomina esta doble tendencia perniciosa a acumular beneficios en las cuentas exentas de los grandes operadores privados y, al mismo tiempo, a la movilización de fondos públicos tanto en las fases iniciales (desarrollo de infraestructuras adecuadas) como en las finales (atenuación de las «externalidades negativas», daños sociales, culturales y medioambientales, y otros). Abundan los ejemplos en los que, como en la República Dominicana en particular, la pobreza alcanza niveles más altos en las regiones donde la industria turística se ha desarrollado y donde los ingresos promedio son más altos que en el resto del país (Jordi Gascón, 2012). En estas zonas, en todos los países del Sur, los puestos de trabajo creados por el sector ocupan ciertamente una parte de la mano de obra local, pero bajo un estatus predominantemente precario, estacional y de baja cualificación, con los puestos de responsabilidad confiados a «expatriados» competentes.
Al margen de los empleos formales, los ingresos individuales que la población de los lugares turísticos puede «extraer» de los turistas internacionales están a tal punto en discordancia con la economía local –dependiendo del grado de asimetría entre el mercado de valores de los visitantes y el nivel de vida de los visitados– que los efectos de este sesgo estructural tienen un gran peso en la ruptura de las sociedades (Alternatives Sud, 2006). Cuando una propina, la venta de un suvenir tradicional, una carrera en taxi pagada en dólares o incluso un «servicio sexual» –para utilizar la expresión utilizada por la OMT– son suficientes para superar uno o dos salarios mensuales locales, el país anfitrión está a salvo de cualquier deriva: graduados de educación o la salud, por ejemplo, que se reciclen profesionalmente en pequeños mercados, tejemanejes o el tráfico..., hasta la propagación del turismo sexual que explota a millones de menores en todo el mundo y, por lo tanto, es la manifestación más acabada de la relación desigual entre los «consumidores» cosmopolitas y las «parejas» bajo arresto domiciliario.
La gran comunión intercultural entre los pueblos de la cual nos jacta la OMT y que nos venden los operadores turísticos también proviene de la ilusión. El «intercambio» entre estilos de vida contrastantes rara vez es beneficioso para ambas partes, ya que las relaciones subjetivas entre personas diferentes no pueden eclipsar las relaciones objetivas entre posiciones diferenciadas. Por un lado, la mayoría de las veces, dejar ir al consumismo perezoso, descuidado y al voyerismo ingenuo; por otro lado, la retirada y evitación o, por el contrario, la precipitación, la adaptación, la astucia y la seducción para aprovechar, de una forma u otra, el «encuentro». En el extremo –pero común en los centros turísticos «exóticos»– las formas locales de vida, las culturas vernáculas, las personas, la vestimenta y los edificios «típicos» están instrumentalizados (cosificados, embellecidos o reinventados) por intereses comerciales, para coincidir con la imagen turística del destino y la experiencia que el visitante, cámara en mano, desea obtener: «Hice África. ¡Maravilloso!».
Además, los pasivos ambientales de la industria turística contrastan con los balances y perspectivas idílicos de sus promotores. Ya sea por el continuo crecimiento del transporte aéreo o la creciente «huella» que representan tanto las presiones del sector sobre los escasos recursos naturales (riego de campos de golf en regiones áridas, cañones de nieve artificial en altura, apropiación privada de tierras fértiles o de «entornos preservados»...), como la degradación de los litorales, la contaminación de las aguas, la saturación de las «capacidades de carga» de los lugares en peligro, el estancamiento en el tratamiento de las montañas de desechos generados por las estaciones insulares y el auge de los cruceros, la expansión del turismo saca a la luz su insostenible... amplificación. Salvo que consideremos que el agravamiento de la vulnerabilidad de cientos de millones de personas afectadas en la actualidad, y mañana de otro tanto de refugiados climáticos, no es una prioridad.
Según un único indicador, el de las emisiones de gases de efecto invernadero a la atmósfera, un reciente estudio australiano-taiwanés (Lenzen et ál., 2018) sitúa la responsabilidad del turismo en 8% del total, «más que las emisiones residenciales (calefacción y cocina), que se sitúan en 6% y más de la mitad de las del transporte». Este resultado es tanto más preocupante, agregan los autores, dado que el crecimiento sostenido de este sector sigue siendo superior al del comercio internacional. Y ni las mejoras tecnológicas ni las tímidas estrategias de mitigación han corregido la tendencia. «Hemos descubierto que la huella de carbono por persona aumenta considerablemente con el crecimiento de la opulencia, y que no parece disminuir con el aumento de los ingresos, asegura el profesor Manfred Lenzen. Cuanto más te lo puedas permitir, más a menudo quieres viajar y con lujo...» (www.nouvelobs.com, 8 de mayo de 2018).
Como se puede apreciar –y los artículos publicados por el CETRI lo ilustran en varias dimensiones y en regiones diferentes– los efectos de la expansión del turismo internacional y la distribución de sus costos y beneficios están muy por debajo de los niveles de desarrollo humano y prosperidad compartida anunciados por sus apóstoles y partidarios (Polet, 2012). En términos políticos, es igualmente inapropiado hacer de la penetración y el florecimiento del turismo en cualquier país autocrático, basándose en la historia española de los años 70 del siglo XX, un vector de democracia. En el Sur, bajo algunos regímenes autoritarios o dictatoriales, el poder ha servido (o sirve aún) al turismo y el turismo ha servido (o sigue sirviendo) al poder (Duterme, 2011). Y ahora, en los lugares donde el sector turístico puede prescindir de un sistema político absolutista, se debe mucho más a la movilización de los actores sociales locales que a los efectos ilusorios de contagio del ethos democrático de los vacacionistas.
De manera más general, en sus formas actuales, la lógica de expansión de la mecánica turística corresponde, para la plena satisfacción de sus operadores dominantes, a la del modelo de desarrollo predominante: mercantilización generalizada de lugares y comportamientos, desregulación y liberalización del comercio, privatización del patrimonio y de los bienes públicos... Para Cazes y Courade (2004), el conjunto participa en este «movimiento espectacular de concentración del aparato capitalista internacional»; y para Harvey (2003), en este fenómeno de «acumulación por despojo», por intrusión y depredación. ¿Cómo no verlo, se pregunta Bastenier (2006), «una empresa que subordina el planeta al modelo catastrófico de desarrollo occidental»? Un nuevo «uso del mundo».
¿La sostenibilidad, otra ilusión?
¿El advenimiento de un turismo más ético, solidario, sostenible o responsable cambia la situación? En primer lugar, llamemos la atención, aunque sea obvio, sobre el hecho de que el otorgamiento de esos virtuosos calificativos al sustantivo «turismo» significa reconocer que el original, «turismo a secas», no lo es. Ni ético, ni solidario, ni sostenible, ni responsable, o no lo suficiente. En efecto, no puede haber promoción de un turismo más respetuoso con las personas y el medio ambiente, sin un reconocimiento implícito o explícito de la existencia de un turismo que no sea respetuoso con las personas y el medio ambiente. Con respecto a la OMT –que ha promovido oficialmente el turismo sostenible durante tres décadas– y a los principales operadores turísticos –de los cuales 529 se (re)comprometieron a practicarlo en el marco del Año Internacional del Turismo Sostenible (2017) promovido por las Naciones Unidas–, se trata de un asunto preocupante.
La primera camina constantemente sobre sus pies; unas veces lo presenta como una potencialidad («se debe construir»), otras como una realidad («está ahí»); un día fijándose el objetivo de «transformar el turismo mundial y la forma en que se práctica [...] para hacerlo social, económica y ecológicamente sostenible», y al día siguiente glorifica las infinitas cualidades del turismo que existen realmente (www2.unwto.org). En cuanto a los segundos, rápidamente agregaron, desde hace ya veinte años, un toque verde o ético a sus catálogos comerciales, y distinguen regularmente en los mismos, sin pestañear, la parte de su oferta que ahora se denomina «responsable» de la que no lo es...
Más allá de estas peticiones de principios, paradojas y negaciones de geometría variable, ¿cómo podría la adición de un suplemento de alma o una lista de «buenas prácticas» a una lógica y mecanismos que, incluso según la OMT (2018), plantean problemas, revertir el orden de las cosas? ¿No se considera por definición que las tentativas de «moralización» del capitalismo, por sí mismas, son empresas inútiles? Entre los «proyectos de estímulo» del sector («eficiencia energética» de los balnearios, «rendimiento ecológico» del riego del césped en zonas secas, «compensación de carbono» de los viajes aéreos, etc.), el autoetiquetado desenfrenado y la explosión en todas las direcciones de un «turismo de nichos» –comercial o asociativo, elitista de facto– para los peregrinos bobos en busca de placer y de viajes legítimos «al fin del mundo», es difícil discernir los inicios de un cambio de perspectiva real e indispensable (Duterme, 2012; Wheeller, 2012).
Y con razón. La propia promoción del turismo solidario, sostenible o responsable por parte de la OMT contiene su antídoto liberal. Prácticamente todas las declaraciones de la agencia de las Naciones Unidas –incluyendo su «Convención Marco sobre la Ética del Turismo» de 2017, aprobada por los Estados miembros y ratificada por los operadores– yuxtaponen las generosas disposiciones a favor de formas más ecológicas, equitativas y humanas de turismo... con el sempiterno credo del libre comercio, una oda al laissez-faire . De este modo, se invita regular y oficialmente a los Estados del Sur a «eliminar o corregir los obstáculos, impuestos y gravámenes específicos que penalizan la industria turística y socavan su competitividad», con el fin de «garantizar plenamente a las empresas multinacionales la libertad de invertir y operar comercialmente», y así «estimular el crecimiento económico» (www.ethics.unwto.org). No existe ninguna inclinación, aunque sea tímida, de regular una de las partes menos reguladas de la economía mundial.
Ahora bien, si «otro turismo es posible», el camino a seguir está situado precisamente en lo que los promotores del sector consideran un obstáculo para el desarrollo de sus actividades lucrativas, en los márgenes de maniobra públicos (policy space), en las posibilidades de regular las inversiones, los flujos y los impactos de la industria global del cambio de aires, para el beneficio prioritario de los actores locales, las poblaciones visitadas y el medio ambiente. El desafío de la equidad y la sostenibilidad se plantea a nivel local, nacional y supranacional. En el establecimiento de las normas y los términos de intercambio, en la participación de las poblaciones interesadas en las fases inicial, en curso y conclusiva, en la capacidad de canalización de los Estados, en la definición de políticas coordinadas y en la actuación de mecanismos internacionales de regulación. La «Organización Mundial del Turismo» no hay que inventarla, esta ya existe. Resta por conferirle el poder regulatorio que le permita asumir este hercúleo doble reto: democratizar el derecho a la movilidad y tonar su ejercicio sea viable.
Original en francés: https://www.cetri.be/Tourisme-Nord-Sud-le-marche-des.
Traducción al español: Editorial Popular, Madrid (https://www.cetri.be/La-dominacion-turistica-Turismo).
Publicado también por : Conceptos y fenómenos fundamentales
de nuestro tiempo (http://conceptos.sociales.unam.mx/conceptos_final/656trabajo.pdf)
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