Han transcurrido quince años desde la rebelión de enero de 1994, en la región
de Las Cañadas, del estado mexicano de Chiapas, que dio origen a los municipios
libres zapatistas, posteriormente convertidos en regiones autónomas gobernadas
mediante la democracia directa por cuerpos colegiados, elegidos y revocables en
asambleas de las comunidades, que adoptaron el nombre de Juntas de Buen Gobierno,
las cuales son independientes de los gobiernos estatal y nacional pero
también del propio Ejército Zapatista de Liberación Nacional, que las respalda,
ayuda y protege.
Sobre el zapatismo en Chiapas, incluso sobre las Juntas de Buen Gobierno, se
ha escrito mucho aunque, en general, son pocos los trabajos analíticos1. Muchos
de ellos subestiman dos factores fundamentales tanto para la rebelión indígena y
su radicalismo como para su resistencia y persistencia a pesar del cerco militar, del
aislamiento político y, sobre todo, de la miseria creciente de quienes se sublevaron
porque preferían “morir de un balazo a morir de diarrea”.
Esos factores son, en primer lugar la composición pluriétnica y pluricultural de
los habitantes de Las Cañadas, y en segundo la vieja politización y organización
de los indígenas, antes de la creación del EZLN, por los sacerdotes progresistas e
influenciados por el Concilio Vaticano II agrupados en la Diócesis de San Cristóbal
de las Casas y dirigidos por el obispo de ésta, Samuel Ruiz.
A la Selva Lacandona y a Las Cañadas acudieron, en efecto, los sin tierra y
peones “excedentes” de las demás regiones y los que buscaban liberarse de los
terratenientes colonizando el monte. Allí confluyeron por consiguiente jóvenes
enérgicos de todas las etnias, incluso de algunos grupos indígenas de Estados lejanos
expulsados de sus tierras anegadas por represas. Todos ellos esperaban rehacer
su vida en las fértiles tierras tropicales de Chiapas. Eso favoreció los matrimonios
interétnicos, la solidaridad de los pioneros en un medio hostil que hay que conquistar,
la comprensión del Otro. Esta colaboración común de diversos grupos
étnicos no se encuentra en otras zonas de Chiapas, que son mucho más homogéneas,
ni en otros estados del país, donde la población es mayoritariamente mestiza.
La misma característica demográfica y cultural permitió pasar fácilmente del
concepto de miembro de una etnia de “hombres verdaderos” (como se llamaban
a sí mismos los tojolobales, subentendiendo que los demás eran inferiores) al de
“indígenas” o “pueblos originarios”, una abstracción superior que permite la unión
y la solidaridad.
Al mismo tiempo, las comunidades en su historia habían ido debilitando el poder
de los frailes y de los curas –que eran terratenientes colectivos– esgrimiendo su visión
propia de la religión cristiana, organizando frente a la iglesia las fiestas que ellos mismos,
y no el cura, hacían en honor al Santo Patrono, así como el Carnaval, día de burla
y de protesta contra los poderosos, o convirtiendo el diezmo original en un aporte a su
sistema organizativo comunitario de cargos. Las comunidades de hoy se encontraron
así más fuertes frente a la Iglesia y, además, a partir de los años sesenta hallaron en un
sector de los sacerdotes y frailes un poderoso aliado.
En 1968 se realizó el Concilio de Obispos Latinoamericanos de Medellín, que
tradujo para la región la renovación política y cultural de la Iglesia católica promovida
por el papa Juan XXIII en el Concilio Vaticano II2. Pero ya desde 1961
los Hermanos Maristas habían comenzado a predicar en Chiapas, con el apoyo del obispo de San Cristóbal de las Casas, Samuel Ruiz, que había llegado desde
Michoacán para integrar y castellanizar a los indígenas pero terminó por aprender
sus lenguas y por ayudarles en su organización. Esa parte de la Iglesia predicaba la
fuga de Egipto (o sea, el abandono del capitalismo) para llegar a la Tierra Prometida
(es decir, a un régimen de justicia, libertad e igualdad) y formó nada menos que
400 prediáconos y ocho mil catequistas a quienes no sólo enseñó a leer y escribir
sino que también construyó como líderes comunitarios.
De este modo se formó una nueva intelectualidad indígena de base que escapó
del poder tradicional de los ancianos y de las estructuras del partido gubernamental
–el Partido Revolucionario Institucional, PRI– que cooptaba líderes indígenas y
los transformaba en caciques locales. Las asambleas comunitarias se politizaron y
el sistema tradicional y religioso de cargos que marca la vida de un indígena varón
se llenó de contenido político sin por eso perder su sentido original.