Varios acontecimientos durante el año 2018 han reavivado el sentido de urgencia en torno a la lucha contra el calentamiento global. Sin embargo, la presión del reloj climático no impide que, en materia medioambiental como en otros ámbitos, las realidades estructurales (socioeconómicas, políticas, culturales) determinen la percepción del problema. En tal sentido, la inclusión de los países emergentes en la lucha mundial contra el calentamiento global en la 21ª Conferencia de las Partes (COP) en París en 2015 es un avance que no hay que de dejar de celebrar. Si desde Europa, esta participación de China, India, Brasil y otros en el esfuerzo internacional para limitar las emisiones no podía posponerse por más tiempo, sabiendo que han aumentado sensiblemente su contribución en las emisiones globales desde el cambio de milenio, la cuestión no parecía del todo obvia para estos países. Y todavía sigue sin serlo. Este desfase Norte-Sur, que no se debe absolutizar, tiene raíces históricas, que la opinión pública occidental no ha tenido suficientemente en cuenta y que abordaremos en este artículo.
Pobreza, “peor forma de contaminación”
El problema ambiental es ante todo una preocupación occidental. Cuando, a comienzos de la década de 1970, parte de las clases medias de los países ricos comienza a preocuparse por las repercusiones ambientales y culturales de los Treinta Gloriosos y del modo de vida industrial, los países recientemente descolonizados se encuentran lidiando con una pobreza masiva y buscando una fórmula que les permita “despegar”, para iniciar su propia industrialización. Este desfase de experiencias se hace patente en el acto inaugural de la agenda global del medioambiente, la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente Humano de Estocolmo en 1972, en la que los países del Sur se mostraron renuentes en su participación. El discurso de la primera ministra india, Indira Gandhi, resume el estado de ánimo de estos últimos: “¿No es la pobreza la peor forma de contaminación?”. Es más, quiénes son los occidentales para dar lecciones de ecología al mundo, sabiendo que “los poderes coloniales han alcanzado sus niveles actuales de prosperidad (y contaminación) explotando al Tercer Mundo” [1] .
Más allá de la falta de interés por un problema de país rico, existe desconfianza. Esto se debe a que la conferencia se desarrolla en un período histórico marcado por descolonizaciones políticas y luchas por el control de los recursos naturales que se hallan en los territorios nacionales. Es para protegerse de la codicia de las antiguas metrópolis que los países recientemente independientes impulsaron la adopción por la ONU, en 1962, de la resolución 1803 de la Asamblea General de las Naciones Unidas sobre la “soberanía permanente sobre los recursos naturales”. El enfoque occidental se considera, por lo tanto, como una estrategia disimulada para conservar o recuperar influencia respecto del uso de estos recursos. Asimismo, existe la impresión de que ese discurso que lleva a la parsimonia en la explotación de la naturaleza, forma parte de una agenda encubierta: mantener a raya el desarrollo industrial de los países en desarrollo, atajar las estrategias de recuperación económica y social del Sur, reduciendo el espacio de los recursos explotables. Algo así como si los países ricos apartaran detrás de ellos la escalera que les permitió históricamente alcanzar un elevado modo de vida, retomando la expresión de un representante del Sur previamente a Estocolmo [2] .
Los países del Sur insistirán así, durante la conferencia, en relacionar protección del medio ambiente y nivel de desarrollo. La versión final del acuerdo reconocerá que, en los países en desarrollo, los problemas ambientales son causados por el subdesarrollo, mientras que en países desarrollados esos problemas son el resultado de la industrialización y del desarrollo tecnológico. Por lo tanto, los primeros deben concentrar sus esfuerzos en el desarrollo “teniendo en cuenta sus prioridades y la necesidad de salvaguardar y mejorar su medio ambiente”, mientras que los segundos deben “hacer esfuerzos para reducir la brecha entre ellos y los países en desarrollo”.
El medioambiente subordinado al desarrollo
La necesidad de control de la problemática medioambiental por parte de los países en desarrollo está planteado. Dos décadas más tarde, en el período previo a la Cumbre de la Tierra de Río, las preocupaciones de los países en desarrollo no cambiaron: las exigencias no provienen de ellos y cualquier discusión ambiental debe abarcar temas de desarrollo económico. Antes de la conferencia, esta línea dura llevó a concesiones conceptuales por parte de los países ricos: Río es una conferencia sobre el medio ambiente Y el desarrollo, mientras que la reciente noción de “desarrollo sostenible”, que reconcilia conceptualmente la preservación del medio ambiente y el progreso socioeconómico, se vuelve central en los textos negociados.
Por lo tanto, los países del Sur participan, en Río, con “el desarrollo” en la mira más que con “el medio ambiente”, que para ellos no es otra cosa que un nuevo instrumento geopolítico para reactivar un diálogo Norte-Sur sobre lo que verdaderamente importa. Además, la idea de una diferencia de estatus entre los países respecto de los esfuerzos medioambientales se reconoce en la adopción del principio de “responsabilidad común pero diferenciada”, una premisa sobre la que los países del Sur se inclinan hoy en día. Ello supone que los países ricos deben apoyar la mayor parte de los esfuerzos globales para preservar el medio ambiente, dada su mayor responsabilidad en la degradación ecológica global y su nivel de prosperidad.
Los países emergentes preservados por Kioto
En cuanto al desafío climático, muchos países en desarrollo lo consideraron en ese momento, a lo sumo, como una suerte de vanidad propia de Occidente y en el peor de los casos, como la enésima expresión de una conspiración en contra del desarrollo industrial del Sur. Aceptan, por tanto, firmar la Convención sobre el Calentamiento Global en Río y más tarde el Protocolo de Kyoto (1997), siempre que estén exentos de los objetivos que limitan las emisiones, que la “responsabilidad histórica” de los países desarrollados en términos de acumulación de gases de efecto invernadero (GEI) en la atmósfera sea reconocida y que los esfuerzos climáticos de los países en desarrollo sean financiados por ellos.
A medida que las negociaciones medioambientales se suceden y se incorporan los intereses y conceptos que tienen importancia para los países en desarrollo, la actitud de estos últimos hacia las instancias de gobernanza mundial se desplaza gradualmente de una postura de protesta (1970-1980), a una posición de participación condicionada (década de 1990), luego a un compromiso más voluntario (año 2000). Adil Najam también distingue detrás de ese inicio de implicación en las políticas medioambientales internacionales, el fruto de la aparición en el Sur de profesionales (científicos, activistas, funcionarios públicos) involucrados en las negociaciones y en las nuevas instancias internacionales del medioambiente, formados en universidades occidentales o en programas de ayuda, integrados en redes epistémicas globales dominadas por el Norte, que desempeñan, en sus países, un papel en la difusión de los conceptos de gobernanza medioambiental.
Se plantea, no obstante, un acto geopolítico significativo al colocar en la misma categoría al conjunto de países en desarrollo, incluidos los futuros «emergentes» [3]. Los países occidentales se dan cuenta dolorosamente de sus implicaciones en las conversaciones sobre la agenda post-Kioto, pues el protocolo ni siquiera entraba en vigor (lo hizo en 2005). Las emisiones de los países emergentes y China se han multiplicado desde 1997, superando pronto a las de los países occidentales, ocupados en reducir las suyas y arriesgando con situar las emisiones globales en una trayectoria insostenible. Sin embargo, países como India o China, se niegan a entrar en un régimen vinculante cuando los mismos países industrializados no respetan sus compromisos en el marco de Kioto o ni siquiera lo han ratificado. Además, insisten sobre el hecho de que las emisiones relativas (per cápita) del Norte siguen siendo varias veces más altas que las de los países emergentes, que debe tenerse en cuenta las emisiones históricamente acumuladas en la atmósfera y que las naciones occidentales les resulta fácil criticar a los países donde han reubicado sus industrias más contaminantes, sabiendo que además siguen consumiendo la producción.
Dinamismo diplomático Sur-Sur sobre el clima
Más allá de la controversia sobre la distribución de los esfuerzos de reducción, los países en desarrollo están adoptando colectivamente una estrategia coherente en este comienzo de milenio para reenfocar el debate hacia otras preocupaciones. Si bien se sienten concernidos por el cambio climático, que ya no se pone en tela de juicio, es en primer lugar en tanto víctimas; por lo tanto, se necesita financiamiento del Norte para hacer frente a los efectos del cambio climático. A estas preocupaciones de adaptación, aducidas por países vulnerables altamente dinámicos, como Bangladesh y Tuvalu, se suman pronto las preocupaciones de los países emergentes, como la necesidad de “transferencias de tecnología verde” sin patentes y de financiamiento de la «deforestación evitada» (RED) en los países tropicales [4]. A estas cuestiones se pueden agregar las disputas Norte-Sur y los desafíos de la soberanía nacional frente a los mecanismos de supervisión internacional que los países en desarrollo consideran intrusivos.
La fuerza de los países en desarrollo, en la esfera diplomática, es haber mantenido juntos en el G77 + China, bajo el impulso de los BASIC (Brasil, Sudáfrica, India, China), posiciones aparentemente poco coherentes entre sí formulados, por países con intereses objetivamente distantes o incluso contradictorios (pequeños estados insulares, grandes países emisores preocupados por su crecimiento, exportadores de petróleo). Esta cohesión Sur-Sur se confirmará durante las negociaciones de Copenhague en 2009, a pesar de las crecientes divergencias entre países emergentes y los países pobres más vulnerables, que los occidentales se esfuerzan en profundizar. La articulación de los actores conducirá eventualmente a una alianza entre China y Estados Unidos, que comparten la voluntad de no salir de Copenhague con un acuerdo multilateral vinculante, mientras tanto se esfuerzan por endosarse la responsabilidad el uno al otro.
Hacia un nuevo régimen climático
La reactivación del proceso es el resultado de un cambio en la dinámica global de las negociaciones sobre el clima. Bajo influencia de Estados Unidos y los países emergentes, se pasa en los años que siguen a Copenhague, de un proceso centralizado, que establece colectivamente un objetivo de reducción global a repartirse entre los países en forma de compromisos vinculantes, a un proceso más flexible donde cada país define independientemente objetivos, que presenta a los demás en forma de contribuciones definidas a nivel nacional. “la transición hacia a la acción de los países se facilita, puesto que es más autorreferencial y se basa en criterios nacionales más que en compromisos tomados por otros países. Mejor adaptados, los compromisos se vuelven entonces más fiables” [5].
Esta fórmula, que cambia profundamente la arquitectura de la gobernanza climática mundial, es la clave que permitió el Acuerdo de París, basándose en las “contribuciones nacionales”. Tienen, por lo tanto, la ventaja de ser más fieles a lo que cada país se considera capaz de proporcionar como esfuerzo. Esto ha dado lugar a una variedad de formulaciones y plazos, planteados por varios países emergentes, enfocando sus objetivos a la «descarbonización» de sus economías a medio plazo, en conformidad con sus objetivos de crecimiento. India, por ejemplo, se comprometió a reducir la intensidad de su PIB en GEI en 35% para 2030 en relación a 2005. China ha establecido un objetivo de descarbonización del 60-65% durante el mismo período y planea limitar sus emisiones para 2030 a más tardar.
La dimensión legalmente vinculante ya no apunta el logro de resultados, sino obligaciones de procedimiento en términos de comunicación y transparencia. El acuerdo ya no está acompañado por mecanismos de control y sanciones como en el Protocolo de Kyoto, otra condición para su adopción por los Estados Unidos y los países emergentes. Valorado en los países en desarrollo, el principio de “responsabilidad común pero diferenciada” se reafirma, pero se asocia con la fórmula “en función de los diferentes contextos nacionales”, lo que tranquiliza a los países del Norte, para quienes este aditamento “abre el camino a un cambio en la diferenciación en el tiempo, dejando entrever una interpretación dinámica a medida que las circunstancias nacionales de los países evolucionan” [6] . Si bien la cláusula de contribuciones voluntarias no permite en esta etapa permanecer bajo los dos grados de calentamiento para finales de siglo, crea una dinámica basada en la emulación y la evaluación mutua, con una revisión de los compromisos cada cinco años, lo que permite esperar, con el tiempo, la corrección de los objetivos entre unos y otros.
Nacionalización del desafío climático
El compromiso de los países emergentes en el Acuerdo de París está vinculado a otras concesiones de los países occidentales, como la extensión del Protocolo de Kyoto de 2012 a 2020 y la promesa de financiamiento anual para combatir el calentamiento global de 100 mil millones de dólares al año a partir de 2020. Sin embargo, esto se basa principalmente en tres cambios estructurales:
La lucha contra el calentamiento global se ha convertido gradualmente en una cuestión de política interna en varios países emergentes. “La conciencia de la importancia del medio ambiente no proviene de ninguna presión, ni porque alguien nos lo pida, ni tampoco del acuerdo de París, sino que es un acto de fe por parte del gobierno en nuestro interés”, dijo el Ministro de Energía de la India, Piyush Goyal [7], en febrero de 2017. Por lo tanto, los planes nacionales fueron diseñados e implementados en relativa desconexión de las negociaciones internacionales, particularmente en China desde el año 2004. Hay concientización entre las clases dominantes respecto del volumen de los costos del calentamiento global en términos de puntos de PIB perdidos, en razón de la multiplicación de fenómenos extremos. Al mismo tiempo, el impacto de las inversiones en la mitigación se realiza de conformidad con otras cuestiones primordiales y de interés nacional, como la mejora de la seguridad energética (a través de una mayor eficiencia y menos dependencia) [8], el equilibrio de la balanza comercial y la reducción de la contaminación urbana [9]. La percepción política de la relación costos-beneficio de la inversión en la reducción de emisiones ha cambiado.
En lo que se refiere a las utilidades, China especialmente, pero también India y Brasil, han comprendido la importancia de las perspectivas que representa para sus economías la explosión de la demanda mundial en tecnologías renovables. Importantes programas de inversión pública y el tamaño de sus respectivos mercados nacionales sirven de plataforma para la conquista del resto del mundo. En pocos años, China ha impuesto su hegemonía en el mercado mundial de paneles solares (más del 50% de participación desde 2010) y turbinas eólicas (cuatro de los diez principales fabricantes mundiales), gracias transferencias de conocimiento de las empresas occidentales negociadas a cambio de un acceso privilegiado al mercado chino [10] . India tiene pretensiones realistas en materia de redes inteligentes, mientras que Brasil está a la vanguardia de la tecnología de biocombustibles. Si ahora se considera la restricción medioambiental como un potencial instrumento para la recuperación industrial, los temores de una nueva distancia tecnológica y un proteccionismo “verde” por parte de los países del norte, cuyas industrias utilizan menos carbono, siguen vivas.
El compromiso de los principales países en desarrollo en la temática del clima también puede leerse a la luz de su voluntad de poder en la escena internacional. India al igual que Brasil, no ocultan su ambición de conseguir un puesto permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU reformado. Los posicionamientos internacionales respecto del clima están, por lo tanto, subordinados a esta orientación de su política exterior. Sin embargo, en el siglo XXI ya no es posible ganarse la estima de los países industrializados permaneciendo en posiciones minimalistas en materia medioambiental. Es un hecho que la arena climática, se ha convertido gradualmente en un espacio entre otros donde los Estados pueden obtener o perder crédito diplomático. En él se da muestra de más o menos responsabilidad hacia un bien común internacional, es decir dándose objetivos reconocidos como más o menos “ambiciosos” por otras naciones [11]. Se pueden ver los costos geopolíticos de las dilaciones norteamericanas en relación con el Protocolo de Kyoto y respecto del Acuerdo de París.
Perspectivas variadas
Tres años después de París y la presentación de sus contribuciones nacionales, los signos del compromiso de los países emergentes con el cambio climático divergen, al igual que en los países industrializados. India y China parecen confirmar, en los hechos, su ambición de acelerar la transformación de su matriz energética generando dividendos económicos y geopolíticos. En contraste, Brasil ha regresado a una tasa de deforestación desastrosa, luego del impeachment de la Presidenta Roussef y del fortalecimiento del lobby agrario en el Congreso. La reciente victoria de Bolsonaro podría sacar al país del Acuerdo de París. Otro gigante forestal, Indonesia ha presentado en 2016 una contribución enfocada en una reducción basándose en un escenario de status quo en gran medida sobrestimado. Al igual que Turquía y otros, subordina sus escasos esfuerzos a su acceso al financiamiento internacional que debe ser secundado por el Norte. En cuanto a la muy rica y contaminadora Arabia Saudita, que teme el declive de la demanda mundial de hidrocarburos, ésta busca incidir en el mundo árabe manteniendo el clima-escéptismo [12].
Básicamente, debe considerarse que comenzar a asumir la problemática en los países en desarrollo no se acompaña de una socialización de los problemas climáticos. A diferencia de los países occidentaqles y ciertos países altamente expuestos, donde grandes segmentos de la opinión preceden o acompañan la política en esta área, los funcionarios y expertos se ocupan de la cuestión en medio de la indiferencia casi general. Los debates públicos que han marcado las campañas electorales recientes, en particular en Brasil y en la India [13] , muestran que el medio ambiente y el clima en general no son preocupaciones sociales. Por las razones mencionadas al principio del artículo: la lucha contra la pobreza prevalece y la sociedad de abundancia sigue siendo el horizonte. La inversión pública en materia de atenuación tiene un mayor costo político para los líderes emergentes. Por el contrario, el giro en los compromisos asumidos en París no da lugar a mucha reacción política. Otra razón para que el Norte invierta más equitativamente en el financiamiento del ajuste ambiental en los países en desarrollo.