Surgido a comienzos del siglo XII a.C. como lengua semítica del subgrupo cananeo, el hebreo sobrevivió como idioma litúrgico de los judíos, que según el lugar de la diáspora en el que se encontraran podían hablar yiddish, árabe, alemán o ruso. Fue Eliezer Ben-Yehuda, un joven profesor nacido en Luzhki, formado en París y emigrado a fines del siglo XIX a Palestina, quien se propuso recuperar el hebreo, para lo cual creó una asociación, fundó un periódico y llevó su obsesión al extremo de criar a su primer hijo exclusivamente en el viejo idioma, prohibiendo en su casa cualquier palabra en otra lengua y transformándolo así en la primera persona con el hebreo como lenguaje materno en… tres siglos. Único caso del mundo en pasar de escrito a oral, el hebreo fue adoptado –junto al árabe– como idioma oficial por el Estado de Israel en 1948: la supervivencia de la lengua atada a la de la Nación.
Desde el punto de vista lexicográfico, la hazaña de Ben-Yehuda tropezó con numerosos obstáculos, entre ellos la obvia necesidad de nombrar objetos y fenómenos que no existían en el hebreo antiguo, que hablaba de Dios, amor y guerra pero que no sabía decir desodorante, automóvil o desigualdad. Como un ciego que se vale de la yema de los dedos para definir el contorno exacto de lo que tiene enfrente, el lenguaje titubea en su búsqueda de palabras. Y por más que las nuevas tecnologías aceleren el proceso de aparición y proliferación de nuevos términos, sobre todo importados del inglés, todavía, en algunos casos, la lengua se detiene, expectante: si no encuentra la expresión es porque está frente a algo nuevo.
Antes, por ejemplo, lo decíamos bien claro: golpe de Estado (término que, quizá debido a la larga historia de estabilidad institucional británica, no tiene traducción al inglés –se usa el galicismo coup–, aunque sí, por supuesto, al alemán –putsch–). Pero ahora, cuando nos referimos a los desplazamientos irregulares de presidentes en Honduras, Paraguay y, más recientemente, Brasil, no encontramos la palabra adecuada, y caemos en expresiones adjetivadas y autocontradictorias como “golpe institucional”, “golpe parlamentario” o “golpe suave”.
En todo caso, y más allá de las definiciones, lo cierto es que el impeachment a Dilma Rousseff –sumado al triunfo de Mauricio Macri en Argentina, la derrota de Evo Morales en el referéndum constitucional boliviano y la precaria situación venezolana– confirman que América Latina está cambiando. Finalizado el super ciclo de los commodities, con la economía estancada y la sensación de haber alcanzado un “pico distributivo”, los gobiernos del giro a la izquierda concluyen o tambalean en un clima que mezcla la expectativa ante el ascenso de una nueva derecha con un cierto hartazgo social exacerbado por el plus de dramatismo de las denuncias de corrupción.
En este marco, los realineamientos geopolíticos, e incluso la posibilidad de una reformulación profunda de la integración regional, han dejado de ser un fantasma invocado por antiimperialistas alucinados para convertirse en una alternativa cierta. Sobriamente pero sin dudarlo, el gobierno macrista decidió reconocer al nuevo presidente brasilero, Michel Temer, descartando en el camino otras opciones posibles: podría haberse sumado a Venezuela, Ecuador y Bolivia, que calificaron de “golpe de Estado” el impeachment a Dilma y se negaron a aceptar al nuevo presidente. También podría haber consensuado con Uruguay y Paraguay la aplicación de la cláusula democrática del Mercosur y suspendido a Brasil del bloque, aunque, incluso en el improbable caso de que la hubiera considerado, era una jugada extremadamente riesgosa: Brasil es un país demasiado importante para excluirlo sin mayores costos, como sucedió en su momento con Paraguay; por otro lado, parece difícil que el gobierno paraguayo hubiera aceptado sumarse. Por último, la Cancillería argentina podría haberse mantenido mínimamente en silencio, dejando al gobierno de Temer en una especie de limbo diplomático, como hicieron, entre otros, Chile y Uruguay.
Por pragmatismo o convicción, Macri aceptó el cambio de gobierno y hasta recibió con un entusiasmo apenas disimulado al canciller José Serra, con quien, dijo, intercambió ideas acerca de cómo “mejorar” el Mercosur. Pocos días antes, el ministro de Hacienda y Finanzas, Alfonso Prat-Gay, había festejado el desplazamiento de Dilma como una oportunidad para reformular el bloque, en una línea a la que luego se sumaron otros funcionarios.
El riesgo es concreto, y consiste en que avancen los planteos que sugieren dejar de lado el diseño de unión aduanera para avanzar en un “Mercosur flexible” que asuma la forma de un simple acuerdo de libre comercio, una distinción que parece técnica pero que está en el corazón de la disputa política actual. ¿Qué significa exactamente? Bajo un acuerdo de libre comercio, los bienes y servicios producidos por uno de los socios del bloque pueden venderse libremente en los demás, es decir que se eliminan las barreras comerciales internas. Los ejemplos más cercanos son el NAFTA formado por Canadá, México y Estados Unidos y la Alianza del Pacífico que integran Chile, Perú, Colombia y México. Una unión aduanera, en cambio, suma a la libertad comercial intra-bloque la presencia de un arancel externo común: un bien o servicio paga la misma tarifa si ingresa por la frontera de cualquiera de los socios. A diferencia de los acuerdos de libre comercio, que solo apuntan a crear mercados ampliados, la unión aduanera se propone una articulación más profunda, en la medida en que impide a sus integrantes negociar bilateralmente con terceros países y los empuja a coordinar políticas comerciales y, más ambiciosamente, productivas comunes. El ejemplo más logrado es, por supuesto, la Unión Europea.
Cada alternativa tiene su razón y su lógica. Y como la política está hecha menos de discursos e ilusiones que de poder e intereses, detrás de ambas se esconden diferentes economías, sociedades distintas y factores de poder contrastantes. Simplificadamente, aquellos países que cuentan con estructuras productivas limitadas tienden a construir economías de orientación aperturista, que les permitan exportar esos productos –en general recursos naturales ampliamente demandados en el mercado internacional– a la mayor cantidad de destinos posibles, y al mismo tiempo importar sin costos añadidos todo aquello que no pueden fabricar localmente. De este modo se inclinarán, casi naturalmente, por procesos de integración abiertos.
Es el caso de los países que integran la Alianza del Pacífico, entre los que se destaca ese gran malentendido latinoamericano que es Chile, cuyas principales exportaciones, según los últimos datos oficiales [1], están compuestas por cobre y derivados (¡57 por ciento!), seguido por frutas, pescado, papel y celulosa. Esto ha llevado a Chile a firmar tratados de libre comercio con, literalmente, medio mundo: Estados Unidos, China, Canadá, México, Centroamérica, Corea del Sur, Noruega, Suiza, Brunéi, Nueva Zelanda, Singapur, Panamá, Colombia, Perú, Japón, Australia, Turquía, Malasia y… Liechtenstein.
Este tipo de economías primarizadas y abiertas –y, en algunos casos como el chileno, muy dinámicas– contrasta con la realidad de países como Brasil y Argentina, que con todos sus problemas, nudos y desenlaces han logrado preservar o reconstruir entramados industriales relativamente diversificados, dedicados a abastecer el mercado interno con productos de consumo pero también generar insumos de base e incluso de bienes de equipo: Argentina es potencia regional en la producción de tractores y cosechadoras y Brasil cuenta con la tercera fábrica de aviones más importante del mundo. En términos generales, la industria explica el 17 por ciento del PBI argentino y el 16 del brasilero, contra apenas 11 del chileno y 7 del peruano [2]. El año pasado, por ejemplo, se produjeron 600 mil vehículos en Argentina y casi 2,5 millones en Brasil, bastante menos que los años anteriores pero muchos más que, por volver al ejemplo, Chile, que importa todos los autos y camiones que circulan por el país.
La decisión original de construir al Mercosur como una unión aduanera apuntaba a proteger con un arancel externo único los frágiles sectores industriales de los socios, cosa que no ocurriría si cada uno pudiera firmar tratados comerciales de manera unilateral. Este objetivo, concretado solo a medias, venía acompañado de otro, que, salvo algunos regímenes especiales como el automor, definitivamente no se logró: avanzar en una integración que permita mejorar la productividad por vía de la construcción de economías de escala. En suma, y más allá de la larga lista de pendientes, el debate en apariencia técnico –acuerdo de libre comercio versus unión aduanera– encierra una discusión más profunda acerca de los grados de protección económica, el rol del Estado y el papel que desempeñan la industria y el valor agregado en la economía.
Se trata, en definitiva, de modelos de desarrollo diferentes, para sociedades distintas. Quizás la apuesta a la apertura exportadora pueda ser la correcta para Chile, situado a las puertas del Pacífico, bastante homogéneo, con menos de 17 millones de habitantes y el cobre como principal riqueza nacional, aunque las dificultades de los últimos gobiernos sugieren que el modelo ha encontrado un límite. Pero un diseño de este tipo seguramente resulte insuficiente para sociedades más grandes y complejas como la argentina o la brasilera. Por supuesto, una industria desarrollada y pujante supone salarios más altos, sindicatos más poderosos y, casi siempre, más conflicto político. Es esto lo que está en juego en América Latina, que está cambiando en una dirección que no queremos describir apelando a expresiones oxidadas tipo “restauración conservadora” o, peor aun, “revolución libertadora”, pero que ciertamente nos despierta críticas y temores y a la que recién le estamos buscando las palabras.