La multitud que irrumpe en el camino a lo largo de la playa de Barra da Tijuca, en la zona occidental de Río de Janeiro, está eufórica. Reunida alrededor de un gigantesco muñeco inflable representando a Lula, en un traje de convicto, vino a celebrar la victoria de su “héroe”, Jair Messias Bolsonaro, en la segunda ronda de las elecciones presidenciales brasileñas y, con ella, la emergencia, cree, de un “nuevo Brasil” próspero, armonioso y libre de corrupción. “Esta victoria, proclamaba uno de los participantes, significa una liberación con respecto al PT. Significa la esperanza de una vida mejor. El país seguirá un nuevo camino, con más ética”. “Somos el pueblo indignado y exasperado por la violencia y la corrupción, agrega otro. El pueblo ha hablado. Esta es la primera vez que me siento representado”. Bajo una lluvia de fuegos artificiales, la marea verde-amarilla entona el himno nacional, antes de corear las consignas “Fuera PT” y “Mito”, el sobrenombre dado por los partidarios al nuevo inquilino de Planalto, sede de la presidencia.
Aquel a quien estos “ciudadanos de bien” llaman hoy el “mito” y que se considera a sí mismo como el “salvador de la patria en peligro”, como un nuevo mesías (en referencia a su segundo nombre) y como el hombre providencial tan esperado dista, sin embargo, de ser un novato y un agente externo en política. Figura principal de la extrema derecha, Bolsonaro es el hombre clave de la clase dominante y un producto puro del sistema: estuvo sentado durante casi 27 años en el Congreso Nacional y tres de sus hijos tienen un cargo político.
¿Cómo ese nostálgico de la dictadura militar, más conocido por sus exabruptos verbales y sus posiciones extremas que por sus competencias, ha podido llegar, en cuestión de meses, al frente del país más grande de América Latina? Echemos una mirada sobre su recorrido y su ascenso tan repentino como vertiginoso.
Del militar al político
Jair Bolsonaro nació el 21 de marzo de 1955 en Glicerio, un pequeño pueblo del Estado de São Paulo, en una familia con una doble ascendencia alemana e italiana. Desde su infancia, no ha considerado otra cosa que una carrera militar. Adolescente, habría ayudado incluso a las fuerzas armadas en la búsqueda de los guerrilleros de Carlos Lamarca [1] , indicándoles un supuesto campo de entrenamiento utilizado en el área por los insurrectos. De esta experiencia, mantendrá tanto un odio visceral al comunismo como una fascinación sin límites por el régimen de los generales. Ansioso de servirles ingresó, a la edad de quince años, a la Escuela Preparatoria de Cadetes en la principal academia militar del país, y salió con el grado de suboficial siete años después.
Pero su carrera militar resultó tan breve como agitada. Dio muestras, según sus propios superiores, de una ambición excesiva, entrando regularmente en conflicto con su jerarquía. En 1986, fue condenado a 15 días de arresto por insubordinación luego de escribir un controvertido artículo de opinión para la revista Veja denunciando los bajos salarios de los militares. Luego, un año después, el Capitán Bolsonaro estuvo involucrado en un extraño proyecto de atentado en los cuarteles para denunciar la baja remuneración en el ejército, siendo inmediatamente despedido de la institución. Blanqueado por el Tribunal Superior Militar, Bolsonaro, fue rehabilitado un año después, sin embargo, optó por una carrera política. Después de servir por un corto período como concejal en la ciudad de Río, fue elegido, a la edad de 35 años, como diputado federal, gracias principalmente al voto de sus colegas, el núcleo duro, al principio, de su electorado: un escaño que ocupará sin interrupción durante casi tres décadas, bajo muchas denominaciones políticas antes de unirse al PSL (Partido Social Liberal) en junio de 2018.
Excesos en serie
Reelegido casi siete veces en su cargo de diputado del Estado de Río de Janeiro, el ex-capitán se distingue menos por la calidad de su trabajo parlamentario y sus habilidades, consideradas “mediocres” -apenas dos leyes insignificantes en 71 proyectos de ley propuestos- que por sus palabras de odio y sus violentas protestas verbales. Convertido en el favorito de la extrema derecha brasileña, el hombre es asiduo en las polémicas. Le gusta provocar. Le gusta humillar. Son innumerables sus excesos xenófobos, homófobos y misóginos.
En 2003, lanza a la diputada del PT, Maria do Rosario: “No te violaré porque no lo mereces”, explicando unos días después que ella no lo merecía porque “es muy fea y no es su tipo” (¡!). En 2011, en una entrevista concedida a Playboy, dijo sin rodeos: “No sería capaz de amar a mi hijo si fuera homosexual. Preferiría que muriera en un accidente que ver un bigote cerca de él”. El mismo año, a la hija del famoso cantante afro-brasileño Gilberto Gil, quien le pregunta sobre la posibilidad de que su hijo se enamore de una mujer negra, responde excedido: “No hablaré de promiscuidad contigo ni con nadie. Eso no sucederá porque mis hijos fueron bien educados y no crecieron en el tipo de ambiente que, por desgracia, ha sido el tuyo” (¡!). Y, más recientemente, a un miembro del PSOL (Partido Socialismo e Libertade) que exigió la apertura de un procedimiento disciplinario contra él, dijo que respondería “solo en papel higiénico” porque el PSOL “es un partido de estúpidos y maricones” (Delcourt, 2015, Leal 2017).
Pero el miembro de extrema derecha no solo reserva su ponzoña a las mujeres, los homosexuales y sus colegas diputados(as). Su resentimiento también se dirige a las comunidades indígenas, por los que tampoco esconde un profundo desprecio. En un discurso pronunciado en el Club Hebraico de Río de Janeiro el 4 de abril de 2017, comparó a los quilombolas (miembros de comunidades afro-brasileñas tradicionales, descendientes de esclavos fugitivos) con “parásitos"; y amenazó a sus defensores: “Pueden estar seguros de que si llego allí (a la presidencia de la República), ya no habrá dinero para las ONGs. Si depende de mí, todos los ciudadanos tendrán un arma de fuego en casa. No habrá un solo centímetro para las reservas indígenas y los quilombolas”. (Leal, 2017,). Treinta años antes, en una entrevista con Correio Braziliense, ya se había hecho famoso diciendo: “Lástima que la caballería brasileña no fuera tan eficiente como la de Estados Unidos, que exterminó a los indios” (citado en The Guardian, 31 de octubre de 2018). En este Brasil de Bolsonaro, que se reduce a su eslogan de campaña “Brasil, ante todo. Dios sobre nosotros”, claramente los indígenas no tienen cabida.
Una visión maniquea del mundo
“El mundo de Bolsonaro es extraordinariamente maniqueo, explica Armelle Enders, por un lado, el mundo en verde y amarillo, el de ‘buenos ciudadanos’ o ‘cidadãos de bem’ que invocan la Biblia y tienen derecho de armarse y, por otro lado, el mal” (2018).
Además, este mal, que roe Brasil según él, tiene múltiples caras. Es en primer lugar el pequeño delincuente o el gran criminal, que habría que erradicar lo antes posible sin ningún debate. Son los comunistas, los socialistas y los progresistas quienes buscan asociar el país con el régimen de Castro o transformar al país en una nueva Venezuela, y que destina a la prisión o al exilio. Los maestros acusados de adoctrinamiento “marxista”, los activistas LGBT y feministas que socavan los cimientos del edificio moral de la nación. Son esos “marginales rojos”, los sin-techo y los sin-tierra quienes representan una seria amenaza para la propiedad privada y, como tales, deben caer bajo las leyes antiterroristas. Asimismo, los indígenas y las comunidades tradicionales, que arrebatan a la nación las buenas tierras productivas, drenando para su propio beneficio una gran parte de los recursos del país. Finalmente son los derechos humanos considerados como “privilegios” para bandidos.
Su visión de la sociedad es la de una sociedad depurada, libre de escorias. Para este nostálgico del régimen de los generales, cuyos retratos tapizan su oficina de diputado de Brasilia, todo lo que se opone a los intereses superiores de la nación (a los intereses de las elites blancas y cristianas del país) debe ser suprimido, eliminado en lo posible, por la violencia. Bolsonaro no oculta su gusto por esta última, como cuando en 1999, afirmaba que “la dictadura militar debería haber asesinado a unas 30.000 personas corruptas”, comenzando por el entonces presidente, Fernando Henrique Cardoso, que el “error de la dictadura fue torturar [a 30,000 personas] en lugar de matarlos”, que es preciso devolver “el fusil al productor rural y al agroindustrial” porque “la tarjeta de visita del invasor [entiéndase los sin tierra] es un cartucho de 247”. O incluso, cuando dedica su voto a favor de la destitución de Dilma Rousseff al torturador de la ex presidenta durante la dictadura, el Coronel Ustra (Leal 2017, Rayes, Gomez, 2018, ParaibaOnline, 9 de febrero de 2017).
Las raíces de un ascenso meteórico
Hasta hace poco, no obstante, Bolsonaro era considerado tan solo como un marginal aislado o un excéntrico despreciable, sin una base popular real. Sus comentarios vulgares y ofensivos lo han confinado durante mucho tiempo al único papel de “bufón”, invitado ideal para programas de entretenimiento sensacionalistas. Antigua colaboradora del popular programa, Custe o que custar (cueste lo que cueste), la actriz y periodista Monica Iozzi lamenta hoy con amargura haber contribuido a establecer su popularidad: “Hemos jugado un papel central [en su éxito]. Lo lamento... no era lo que buscábamos. Era tan ignorante, tan patético, sin la menor competencia, y transmitiendo valores morales tan delirantes. Para nosotros, el personaje era tan extraño que le daba un toque burlesco. Nunca hubiera imaginado que tantas personas se identificarían con un personaje tan vil” (citado en Filgueiras, 2018).
En un contexto marcado por una grave recesión económica, una interminable crisis política e institucional y el aumento de la inseguridad, sus discursos se tornaron audibles. Navegando hábilmente en la ola de rechazo del “mundo político” y la “corrupción”, sus propuestas radicales y simplistas encontraron un nuevo eco en una sociedad traumatizada por la violencia, exasperada por la multiplicación de los problemas y sumida en la crisis económica.
El clima de rechazo e incluso de odio en contra del PT y las fuerzas progresistas, alimentado durante años por una agresiva campaña de demonización orquestada por la oposición, los medios de comunicación oficiales y un puñado de magistrados apenas conocidos, le proporcionaron un camino expedito. (Delcourt, 2016). Las gigantescas manifestaciones a favor del impeachement, organizados en el país entre 2014 y 2016, para exigir la salida de Dilma Rousseff le dieron una oportuna visibilidad. Asimismo, el encarcelamiento de Lula y la invalidación de su candidatura a fines de agosto le permitieron obtener el voto de una gran parte del electorado, particularmente popular (Delcourt, 2016, 2018).
El ataque con cuchillo que sufrió un mes antes de la primera ronda de las elecciones le dio un aura inesperada. Asimismo, la difusión masiva de noticias falsas en las redes sociales, por parte de sus seguidores, comparable por momentos con una comunicación de guerra, desempeñó un papel decisivo en el tramo final de la campaña electoral. En el lapso de dos años, Bolsonaro logró así la hazaña de federar a los descontentos, a expensas de las derechas tradicionales, en plena decadencia.
Portavoz de los intereses dominantes
Ubicado por facilidad por muchos observadores en la conveniente categoría de “nuevos populismos”, Bolsonaro no es ni un “Trump tropical” ni un “populista” en el sentido clásico del término. “En los discursos de Bolsonaro”, señala Armelle Enders, “no se encuentra las expresiones imprescindibles del populismo clásico. El capitán retirado rara vez se refiere al ‘pueblo’ y no despliega la retórica anti-oligarquía o anti-élite habitual... pobremente articulado [su discurso] se reduce a un ultranacionalismo químicamente puro, totalitario y vengativo” (2018).
El ex-capitán no se opone al establishment ni a los intereses dominantes. Es más bien su portavoz. Si se puede hablar de populismo, el suyo no es más que una empresa política al servicio de las élites. Basta con ver los diversos sectores que se han unido oportunamente a su candidatura o han facilitado su irresistible ascenso. Los tres principales grupos de presión parlamentarios de la agroindustria, de las iglesias evangélicas y de las armas de fuego que comparten las concepciones sociales, de seguridad y de un moralismo retrógrado del ex-capitán. El mundo de los negocios y las finanzas, seducido por las propuestas del Chicago boy, Paulo Guedes, el futuro super-ministro ultraliberal de Economía de Bolsonaro. El ejército, que no ha dejado de intervenir en los últimos meses en el debate público, le proporcionará algunos ministros o asesores cercanos. Adicionalmente una parte de la magistratura, que incluye al representante más emblemático, el juez Sergio Moro quien derribó al ex presidente Lula, se está preparando para asumir el cargo de Ministro de Justicia.
Un gran salto hacia atrás
Privatizaciones, reforma del sistema de pensiones, nombramiento de militares y de agroempresarios en puestos clave; creación de un Ministerio de la Familia responsable de la moralización de la vida pública; desmantelamiento del Código de Trabajo; purga de los contenidos académicos y llamamiento al orden a los maestros acusados de propaganda marxista, feminista y LGBT; criminalización de los movimientos sociales; reducción de la mayoría penal; liberalización del porte de armas, y llamamiento a la eliminación física de los “marginales”, etc. Tal es el conjunto de ideas y proyectos que prefiguran el Brasil de Bolsonaro: un régimen basado en una visión moralizadora de la sociedad, una concepción thatcheriana de la economía, un desprecio clasista y racial y una fuerte propensión a la violencia en contra de las minorías o la disidencia. No es tanto un retorno a los regímenes de los generales, sino a una presidencia autoritaria y demagógica, deseosa de respetar las formas democráticas, pero sin vacilar, si se diera el caso, en tomar medidas excepcionales, con el apoyo del Congreso, y hacer la vista gorda sobre la violencia de las milicias urbanas y rurales.
Un gobierno tanto más peligroso para el futuro de este país con desigualdades abismales que beneficiará esta vez, a diferencia del golpe de Estado de 1964, de la unción del pueblo para implementar su programa socialmente retrógrado y políticamente liberticida, aún si el nuevo presidente se comprometió públicamente, poco después del anuncio de su victoria, respetar la democracia y la Constitución.
“¿Por qué entonces la victoria de Jair Bolsonaro, con 58 millones de votos contra 47 millones para Haddad, parece anunciar un golpe de Estado contra la libertad? pregunta André Singer, un reconocido politólogo de la Universidad de São Paulo. Porque el proyecto autoritario que llega al gobierno ha sido avalado por el pueblo. En el plano de la hegemonía, la mayoría en las urnas otorga más poder a los anti-demócratas que los tanques en 1964”. Además, refiriéndose a las amenazas del ex-paracaidista contra la Folha de Sao Paulo y la llegada del juez Moro al gobierno, el politólogo de la USP concluye derrotista: “Bolsonaro ya está haciendo rugir los motores de los aviones que bombardearán los bastiones democráticos... ¿De dónde vendrá la energía necesaria para erigir el dique capaz de contener la ola autoritaria? ¿Podremos construir ese frente democrático que nos ha hecho tanta falta durante las elecciones” (Folha de Sao Paulo, 2 de diciembre de 2018)?