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Ascenso, des-fragmentación y desperdicio - Luchas sociales, izquierda y populismo en el Ecuador (2007-2017)

Cuando la Revolución Ciudadana (RC) accede al poder, el conflicto social se encuentra en uno de sus puntos más bajos en veinte años. El movimiento popular venía golpeado por sus reveses históricos con la dolarización de la economía (1999) y la participación del movimiento indígena (MI) en el gobierno neoliberal de Lucio Gutiérrez (2003). Su derrocamiento presidencial en 2005 abrió el cauce, no obstante, para el acceso al poder de una coalición izquierdista cuyas principales ofertas de campaña fueron revertir el dominio de las agendas pro-mercado y poner fin a la captura particularista de las instituciones. Con la posesión de Rafael Correa y la convocatoria a la Asamblea Nacional Constituyente (ANC), en enero 2007, se abría un ciclo político atravesado por el contradictorio despliegue del más ambicioso proyecto de transformación social experimentado desde el retorno democrático de 1979. Cambio y conflicto se entrelazaron durante una década en una dinámica que puso frente a frente a lógicas populistas y movimientistas de comprensión de la política, el estado y la acción colectiva en vertiginosos tiempos de reforma.

La pax constituyente

Correa accedió al poder a través de Alianza País (AP), su propio movimiento, luego de un malogrado acuerdo con el MI. Aquello desagregó de partida al campo progresista de cara a la ANC. Tal segmentación fue disimulada por el amplio respaldo popular al nuevo presidente y la resonancia de su programa post-neoliberal y anti-partidocrático en el espíritu de la época. AP obtuvo pues una amplia votación para la Constituyente y configuró, junto con otras pequeñas fuerzas de izquierdas, un “mega-bloque” que condujo en todo momento la redacción de la Carta Magna. En un entorno en que la derecha apenas si tuvo influencia, las miradas se concentraron en las inciertas relaciones entre el oficialismo y el espacio de los movimientos sociales.
En medio de no pocas tensiones, la apertura de la Convención a la participación y la cercanía de múltiples asambleístas de AP al tejido popular facilitaron la interlocución entre ambas instancias. Aquello contribuyó a que la nueva Constitución condense gran parte de las expectativas de unos y otros en procura de una democracia sin dominio del mercado, amplio reconocimiento de derechos, justicia social y participación popular. El tenso debate entre Correa, diversos asambleístas de AP y ciertas organizaciones sociales –indígenas, ecologistas, campesinas- respecto a los límites de la gran-minería, la consulta previa o la declaratoria del agua como bien público no clausuró el espacio de interlocución política abierto en esos días. El principio del buen vivir (sumak kawsay) y los derechos de la naturaleza fueron finalmente incorporados al texto fundamental. En el futuro nutrirían los “lenguajes de combate” con que diversos sujetos políticos entraron en querella con las inercias extractivistas de la economía en tiempos de RC.
En cualquier caso, toda la izquierda y el campo popular promovieron el voto afirmativo en el referéndum aprobatorio de la Carta Magna realizado en septiembre 2008: 63% de la ciudadanía ratificó tal opción.

Ascenso de las luchas

Apenas clausurado la ANC, la conflictividad sociopolítica se recompuso a un ritmo inusitado. Entre 2010 y 2012 la frecuencia de los conflictos llegó a niveles superiores incluso a los agitados años de fin de siglo (Gráfico 1). La transición abierta luego de la aprobación de la Carta Magna terminó por confrontar al campo progresista. La RC no tenía ya a la derecha como único frente opositor: debió gestionar además los embates de fuerzas izquierdistas y ciertas organizaciones sociales. El amotinamiento policial de septiembre de 2010 –que el gobierno denunció como un intento golpista- contó de hecho con el respaldo de ambos bloques.


Fuente: CAAP.

La lógica de conducción del momento post-constituyente fraguó dicho escenario. Aún a pesar de no contar con mayoría parlamentaria, AP redujo el espacio de participación social, restringió la interlocución con los movimientos y radicalizó el antagonismo con las elites. La matriz confrontacional del populismo aspira a que la partición binaria del espacio político opere como configurador y aglutinador de las identidades sociales en torno al ‘polo del pueblo’. Si bien en aquellos años la RC toma la forma de una identidad política -el correísmo- que interpela a amplios sectores y crea sus propios circuitos organizativos, los movimientos más consolidados aspiran a una negociación directa y horizontal con el gobierno. El cierre participativo aparece a sus ojos como una subestimación de su aporte al cambio histórico. El movimiento indígena, que se había sentado con todos los gobiernos desde 1990, exige respeto. Se multiplican entonces las demandas por participación en el armado de las nuevas normativas nacionales.
El déficit de reconocimiento presidencial a la acción colectiva confluía con una línea de reforma que propugnaba la des-particularización de las agendas públicas. El giro multicultural del neoliberalismo noventista diseñó específicos arreglos estatales (consejos, comisiones) para el procesamiento de las “políticas de la diferencia” con presencia directa de los implicados. Indígenas, afroecuatorianos, montubios, mujeres, organizaciones de la niñez y la juventud, entre otras, ganaron así protagonismo en la gestión de sus particulares problemáticas. El programa de la RC entró en colisión con tal óptica. En su comprensión del asunto, los problemas de tales sujetos de derechos debían inscribirse en campos de acción pública de carácter global y ser procesados desde instituciones des-corporativizadas con capacidad de permear el conjunto de la agenda estatal (perspectiva “universalista”). Los actores sociales que, mal que bien, conquistaron derechos y representación en el “estado de rostro social del neoliberalismo” impugnaron dicha línea de reforma. Insistieron en la vigencia de una perspectiva que reposa en la particularidad de los problemas de cada actor y en la preservación de las instancias públicas dirigidas por ellos en torno a las puntuales cuestiones que les afectan (“diferencialismo”). El conflicto entre ambas perspectivas entrampó el montaje de la nueva institucionalidad encargada de combatir las desigualdades categoriales.
Los intentos de regular el corporativismo se extendieron a otros ámbitos. El gobierno intervino en determinadas agencias donde gremios empresariales, sindicatos públicos u organizaciones civiles habían alcanzado influencia y poder de veto. Al igual que el empresariado, tales actores denunciaron aquello como un intento gubernamental por copar las instituciones y mermar su autonomía. Buena parte de la protesta post-constituyente se explica por la oposición de las organizaciones sociales a tal nivel de la reforma estatal. Cuatro leyes “fundamentales” con fuertes estipulados des-corporativizadores fueron, de hecho, las más complejas de procesar en el parlamento y llevaron a la calle, según el ámbito en cuestión, a distintos sectores [1] .
Aunque tenía el efecto aislar las luchas, la puja por la representación social en el Estado dejaba ver la capacidad de respuesta de múltiples actores ante el nuevo “régimen de participación” [2] . Aquel dibujado en la Constitución de 2008, no obstante, parecía también incorporar -aún si de modo subordinado- diversas redes ciudadanas y sociales distantes de las organizaciones más consolidados. A la vez, asentado en el activismo estatal para promover desarrollo, redistribuir riqueza y regular los mercados, Correa catapultaba a AP como una fuerza nacional y deshacía el histórico carácter regionalizado del sistema político. La solidez de la implantación territorial de la RC, su extenso caudal electoral y la ampliación de su base aliada (campesinos, montubios, pescadores, transportistas, etc.) configuraron un multiforme campo de movilización que, aunque recostado sobre el estado y el liderazgo político, irradiaba identidad colectiva, proyección nacional y soporte popular. El espacio de los movimientos sociales apenas si mantenía nexos con ese vasto universo político. Ante aquel sus promisorias reivindicaciones lucían solo como óbices al desarrollo nacional. Las invectivas presidenciales contra los movimientos independientes facilitaban dicha (antojadiza) comprensión. La distancia entre el movimiento social y el campo nacional-popular emergía, en cualquier caso, como un gran atolladero en la disputa ‘de los de abajo’ por la transformación social.

Des-fragmentación

En medio de la fragilidad de los movimientos, la recurrencia del conflicto iluminó las fisuras de la hegemonía de AP. La irradiación populista no permeó las arenas de la acción colectiva organizada que prosiguió en la disputa por su lugar en las instituciones y por la orientación histórica del cambio. Más que desde un puro autonomismo anti-estatalista, entonces, diversas organizaciones antagonizaron con la RC a partir de un horizonte que combina, no sin contradicciones, lógicas radical-participativas y matrices corporativo-consejistas. En un inicio aquella confrontación lució como una amalgama inconexa de demandas por (re) incorporación política. En lo posterior, no en tanto, configuró un campo organizativo que des-fragmentó la lucha social y elevó la generalidad de la crítica al modelo de desarrollo sostenido por la RC.
La “Marcha por el agua, la vida y la dignidad de los pueblos” (2012) fue particularmente valiosa al respecto. Convocada por el MI, la manifestación hizo converger a una pluralidad de actores y tuvo alta cobertura mediática. La impugnación a las iniciativas mineras del gobierno visibilizó, al tiempo, la fragilidad del pacto constitucional por el buen vivir, la irrelevancia de los mecanismos consultivos a pueblos indígenas y la judicialización de la protesta en específicos enclaves. Más allá de la capacidad de instalar en la arena pública la problemática de los límites del post-neoliberalismo, la marcha operó como un medidor de la fuerza de un campo organizativo en plena recomposición. En la perspectiva de los movilizados -docentes, ecologistas, trabajadores, mujeres, indígenas, campesinos- el balance fue aceptable: a pesar del control gubernamental había sido posible forjar, por primera vez desde 2007, una innovadora, masiva y policéntrica demostración popular que bosquejó alternativas al predominio correísta.
Tal lectura fue el germen del posterior ‘retorno’ del movimiento social a la arena electoral. Para los comicios de 2013 tales sectores apuntalaron la Coordinadora Plurinacional de las Izquierdas que presentó a Alberto Acosta –primer presidente de la ANC- como su candidato presidencial. Para este bloque la RC había perdido la brújula revolucionaria por su alejamiento de los principios constitucionales. Se invocó pues la recuperación del ‘sentido original’ del proyecto de cambio –con fuertes referencias al “buen vivir post-crecimiento”- en un marco de extrema polarización con el gobierno. Los resultados de la Coordinadora fueron, sin embargo, decepcionantes (3% de los votos). La combinación de vanguardismo ideológico y de movimientismo anti-populista no consiguió interpelar a una sociedad impregnada por los logros del neo-desarrollismo criollo. La desfragmentación de la lucha social se topaba, en su fulgurante salto a la contienda electoral, con el músculo populista. Si en los 90 similar tránsito fue redituable para al MI, quince años después apenas era útil para preservar el voto de sus organizaciones y ganar poder local en territorios de movilización anti-extractiva.
La votación de AP fue, por el contrario, enorme: Correa es re-electo con 57% de apoyo y su movimiento obtiene dos tercios de las curules parlamentarias. Tal encumbramiento político fragua, no obstante, un repliegue de la fuerza gobernante sobre sí misma. Con adversarios casi espectrales y ya sin necesidad de ampliar sus alianzas, Correa reducía la proyección del trabajo político al imperativo de la administración eficaz de las cosas, mientras otorgaba un lugar periférico a la política como articulación y cambio. Al debilitar en extremo su ya nimia capacidad deliberativa, AP acotaba la absorción de demandas y restringía el espacio del conflicto democrático. Viejas y nuevas reivindicaciones sociales poblaron de todos modos la arena pública. Tres conflictos lucieron especialmente virtuosos para el dinamismo del espacio organizativo.

El ITT. A fines de 2013 Correa anuncia el fin del proyecto más emblemático de la RC: la iniciativa Yasuní-ITT. La no explotación del parque nacional Yasuní (Amazonía) permitía mantener 20% de las reservas de petróleo del país bajo tierra a cambio de una contribución internacional del 50% de lo que hubiera obtenido en caso de explotarlo. El aporte internacional nunca llegó y el Presidente clausuró la iniciativa. Apenas anunciada la decisión sectores de clase media, ecologistas, universitarios, mujeres, estudiantes, e incluso simpatizantes de AP, etc., tomaron la calle. Aunque sin mayor anclaje popular, las protestas se mantuvieron durante meses. La energía utópica del ITT fue desbordante. Correa, sin embargo, no hizo el más mínimo gesto político hacia los movilizados. La propaganda oficial colocó sus demandas en las antípodas del proyecto nacional de combatir la pobreza y alcanzar el desarrollo. Ante esa respuesta, se esbozó la tesis de una Consulta Popular sobre el futuro del ITT. Las firmas requeridas fueron colectadas por medio de una campaña liderada por colectivos ecologistas. Luego de un confuso proceso de verificación de firmas, no obstante, el órgano electoral invalidó el procedimiento. La movilización, y la represión, se reactivaron. Se ponía así en evidencia la articulación de un modelo que imbricaba el avance de la frontera extractiva con el cierre del espacio democrático y el incremento de la violencia estatal.

Aborto y feminicidio. A inicios de 2014 se reforma el Código Penal. El debate sobre los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres, el aborto y el feminicidio reactivó un conflicto represado desde la ANC. Diversas organizaciones, colectivos de género y de mujeres -e incluso asambleístas de AP- se pronunciaron, en particular, contra la penalización del aborto en casos de violencia sexual. Demandaban además penas diferenciadas para el feminicidio. Correa irrumpió entonces y amenazó con renunciar al cargo si los asambleístas de AP votaban en contra del Código en este apartado. Aquello amplificó la crítica al conservadurismo del presidente y a su unilateralismo político. El movimiento de mujeres fue particularmente frontal al respecto. Aunque diversos ministros se pronunciaron en su favor, el nuevo Código Penal no despenalizó el aborto y apenas afirma su carácter no punible cuando está en peligro la vida de la mujer y en circunstancias de violación a aquellas “que padezcan de discapacidad mental”. El feminicidio, en cambio, si fue tipificado como delito. En adelante, la cuestión del aborto y la violencia contra las mujeres fueron objeto de nuevas impugnaciones. Las redes de mujeres y colectivos feministas han ganado en notoriedad en los últimos años. La “marcha de las putas”, “la huelga general de las mujeres” o el “Ni una menos” han agitado el debate local en una dinámica que –aún en medio de la distancia de las más clásicas organizaciones- no puede sino expandirse en el corto plazo.

La crisis. Desde 2014 el gobierno enfrenta un escenario crítico. A la derrota de AP en las elecciones locales de febrero, le siguió el fulgurante deterioro de los precios del petróleo en 2015. Frente al primer embrollo AP planteó una serie de enmiendas constitucionales que, entre otras, abrían la posibilidad de la reelección indefinida de las autoridades de elección popular. Frente al deterioro económico, el gobierno debió recortar la inversión pública, colocar tasas a las importaciones y pasar ciertas reformas laborales, entre otras medidas. En agosto de ese año, el Frente Unitario de Trabajadores convoca a un paro indefinido y el MI a un nuevo levantamiento. Los dos actores acercan agendas. Rechazan el desfinanciamiento de la seguridad social, la reelección presidencial, la vigencia de las Leyes de Aguas y Minería y el modelo político de la RC. En medio de fuertes choques con las fuerzas del orden, la convocatoria es extensa. El espacio de los movimientos sociales se robustecía.

Y desperdicio…

La reverberación del conflicto social 2012-2015 hacía prever un lugar protagónico para el movimiento popular en la transición abierta en el país luego del anuncio de AP de que la reelección indefinida solo correría desde las elecciones de 2021. Correa no sería candidato en la lid de 2017. Antes de llegar a dicha resolución, el gobierno debió enfrentar otro gran conflicto. Las clases altas y medias contestaron con inédita fuerza la decisión presidencial de colocar tributos “marxistas” a las grandes herencias y a la plusvalía inmobiliaria. Ocurrió entonces una insospechada convergencia con los habituales actores de la protesta (organizaciones sociales, indígenas, trabajadores). El canto general no admitía dudas: “Fuera Correa Fuera”. Una briosa movilización destituyente unificó al ya extenso campo opositor. El anti-correísmo redibujaba las fronteras políticas. Tal como lo colocó Houtart: “En el caso de las leyes sobre la herencia y la especulación, el malentendido fue tan profundo, que la derecha logró provocar, en una buena parte de la clase media baja y aún de campesinos e indígenas, una reacción de rechazo contra medidas destinadas a repartir mejor la riqueza” [3] . La intensidad del conflicto fue tal que Correa debió abandonar el proyecto de tasar las grandes fortunas.
La lucha por el recambio presidencial fue desde entonces hegemonizada por el imperativo de la des-correización. En dicho proyecto, las derechas llevaban la delantera. Desde un inicio se opusieron al “estatismo” post-neoliberal de la RC y a su lógica confrontacional de conducción política. Obturado el horizonte político del conflicto, no obstante, apenas quedó lugar en el debate político para cualquier enunciación tajante sobre cómo destrabar los engranajes de la transformación. Entre sus ofertas electorales, de hecho, el candidato oficialista (y ahora Presidente) Lenín Moreno nunca situó alguna línea de reforma que pueda confrontarlo con algún sector social. No mucho más lejos, los movimientos sociales y la izquierda contraria a AP se refugiaron en la figura de un ex militar que habla la lengua de la economía social de mercado. Justo cuando la izquierda del arco político lucía por completo deshabitada y cuando más urgía resituar en la sociedad la valía de las agendas radicales, optaron por la moderación socialdemócrata. Los acumulados de la lucha social del período fueron vertidos en un recipiente que estuvo básicamente inerte durante una década.
Las narrativas emancipatorias quedaron arrinconadas. Nadie habló ya de revolución, buen vivir, patria grande, igualdad. Tal fue la gran novedad de las elecciones de 2017: por primera vez desde el retorno democrático ningún binomio se narró a sí mismo desde la izquierda o procuró tensar las cuerdas de la confrontación populista contra ‘los de arriba’. Las agendas pro-mercado y las formas liberales de la política pacificada ya habían ganado gran parte del sentido político del nuevo ciclo.


Footnotes

[1Se alude a las Leyes de Agua, Educación Superior, Educación Intercultural Bilingüe y Servicio Público

[2Se trata de patrones regulares de vinculación entre organizaciones sociales y el proceso decisorio.


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